Camino bajo la luna y entre la nubes se esconden las estrellas,
miro en el horizonte y entre la cortina de niebla
un rayo verde y apagado que penetra la oscuridad,
allá, bajo la cueva enterrada, vive un dragón,
un inmenso y viejo señor del fuego, cuyo poder de destrucción,
es mayor que la furia de un volcán.
Los dragones, bestias malvadas y codiciosas, cuyos corazones avaros
siempre buscan el oro y las riquezas, viven en el centro del planeta,
escondidos en sus cuevas, esperando dormidos y calmados,
la llegada de su día, uno bello y anhelado.
Con ellos hay que ser corteses, con ellos no se debe jugar,
pues si eres sabio y entendido,
seguramente habrás oído:
"El que con fuego juega, termina quemado".
Sus brazas derriten al contacto, e incluso su aliento te quema la piel,
sus garras adornadas con bellas guirnaldas, desgarran y destruyen,
su cuerpo acorazado, con diamantes bien armado, es impenetrable,
sus ojos de pupila vertical, acusadores y freidores,
te devoran, te consumen, te llevan a la muerte.
En la desolación, todos es destrucción,
en la destrucción, nada hay belleza,
en la belleza, misteriosa destreza,
y una obsesión por la inalcanzable perfección.
Cuando todo deja de existir, el mundo se viene abajo,
la lógica de la existencia se funde con la demencia.
En la desolación, la flor que daba su bello fulgor,
termina siendo en la visión del dragón
un punto rojo en medio de la destrucción.
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