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martes, 28 de octubre de 2014

La Cripta (1).


Viaje a Terranova.




Me han dicho loco por contar esto. Me han castigado por decir la verdad. Estoy encerrado, aislado de todo mundo. Soy una amenaza a mi mismo -o eso es lo que dicen los médicos de esta cárcel blanca-, pero en realidad, todo lo que sale de mi boca sucedió. No estoy loco. Lo viví, pero ellos no me creen...

Os voy a contar lo que viví. No fue un sueño. No. Fue tan real como que en este momento tu estás respirando. No estoy loco... no, no lo estoy. ¡NO!

Era 1928.

Yo era una persona respetada, y esa es una de mis mayores desgracias, pues al ser alguien escuchado, me callaron de la forma mas severa. Costuraron mi voz y la ataron a mis costillas, las cuales duelen. Duelen mucho desde que ellos me persiguen y me atormentan. No me dejan en paz. Me siguen visitando y nadie cree que ellos me lastiman. 

Mi antiguo empleo, eran las letras. Era un erudito de la Universidad de Doludwood. Una de las más reconocidas en mi país y en el mundo. Tenía fama, respeto, riqueza y sobre todo: voz. Todos escuchaban lo que decía, nadie cuestionaba mis puntos. Nadie lo hacía, por que sabían que estaba en lo correcto. Que yo tenía la razón. 

Pero fue una mañana de otoño, en octubre, cuando llegó a mi escritorio una carta de lo más intrigante y tentadora: me invitaban a formar parte de una de las investigaciones más importantes de los últimos tiempos. Me pedían que fuera el encargado de redactar un acontecimiento inimaginable y una trascendente noticia para el mundo. Los descubridores harían historia con esta revelación y yo quería formar parte de ella. Era el descubrimiento de una vieja cripta. Una tumba de hacía unos cuantos siglos, databa de la edad de las cruzadas y pertenecía a un importante rey qué, se presumía, había llevado consigo una de las reliquias sagradas más intrigantes de todos los tiempos: el arca del pacto.

La carta había llegado de forma inesperada. Aquella mañana yo estudiaba un libro muy viejo en un ingles antiguo, el cual estaba traduciendo al español contemporáneo. La pasta de piel gastada y reseca del libro crujía con cada roce de los dedos y las hojas -algunas muy importantes de ellas adornadas con detalles en oro- veían pasar mis dedos desnudos sobre sus páginas llenas de secretos e historia.

Me encontraba sentado frente a un escritorio victoriano en mi oficina en la facultad de Literatura de la Universidad Doludwood, cuando un joven delgado y escuálido de lentes gruesos y cristales con un aumento casi exagerado, se asomó tímidamente en el borde de la puerta. Llevaba una elaborada maquinaria en la boca, que al parecer le servia para moldear la dentadura en desorden y chueca que tenía. Tocó casi con miedo, asomando apenas parte de su cabeza poblada por una mata espesa de cabellos del color de la zanahoria en rizos demasiado retorcidos. Cuando le indique que pasará, depositó el sobre a un lado de una de las estatuas de dioses aborígenes africanos que tengo como colección. El la carta estaba dentro de un sobre marrón. Sobre su cobertura café estaba escrito mi nombre y la dirección de mi oficina en tinta color roja.

Dr. Allan Hawthorne
Universidad Doludwood, Facultad de Literatura e Idiomas 
Oficina 23 A, pasillo principal. Edificio LA.
El chico de rizos naranjas me miraba con ojos espantados, tan abiertos como platos de porcelana. Solicitó una firma en voz casi inaudible y después de haber obtenido la firma, dio vuelta sobre sus talones y se retiro sin hacer ruido. La carta estaba dirigida a mi y describía todo lo que ya les he contado: el descubrimiento de la cripta, la sospecha de encontrar la reliquia de "El Arca del Pacto", la fama...

Leí la carta varias veces para entender bien que estaba siendo invitado a formar parte del equipo y de la expedición. No me creía que ellos se fueran a fijar en mi para archivar dicho acontecimiento. En seguida escribí una carta en respuesta y mandé un comunicado por clave morse hacia la estación de la universidad donde residían dos de los descubridores de la cripta, el renombrado Arqueólogo Archibaldo Greatford y el Antropólogo Joamihn Al Caleb. Mi éxtasis estaba a tope. Me emocionaba tanto ir y ver con mis propios ojos aquella reliquia sagrada, y más que eso, estudiarla junto con aquellos quienes la descubrieron y mostrarla al mundo.

Pasó un día y recibí una carta en respuesta.  La carta decía así:

"Para el Dr. Allan Hawthorne.

Estimado Dr. Hawthorne, soy el Arqueólogo Patrick Vallian. Me complace saber que ha aceptado la invitación a formar parte del proyecto ARCA. Sabemos de antemano el buen trabajo que ha realizado en la universidad de Doludwood y estamos realmente agradecidos de que forme parte del equipo. He de informarle que nos gustaría tener su presencia en nuestros laboratorios lo antes posible, pues las excavaciones en la cripta están próximas a terminar y la exploración pronta a iniciar. Acordamos vernos en Terranova, capital del país, para luego tomar el barco hacía Constantinopla y de ahí viajar en tren hasta los Balcanes. Es ahí donde esta la cripta.

Me despido de usted, buen caballero, con un abrazo y  un fuerte tirón de manos.

Los esperamos, Dr. Hawthorne."


Inicié preparativos apenas dejé la facultad aquel día. Incluso mis clases las cancele. El concilio de directivos ya estaban informados de que era parte del proyecto y no se negaron a darme la prorroga para dejar la universidad por un tiempo, pues si aquel rumor de que la cripta guardaba tales tesoros, Doludwood sería renombrada no solo en mi país, si no en todo el mundo. Sería la universidad de donde salió uno de los integrantes del equipo del descubrimiento del milenio. Tome una maleta del armario de mi casa, que estaba en el centro de la cuidad, cerca de la universidad. Seleccione ropa, materiales básicos y muchas plumas para escribir junto con su tinta, todo lo que necesitaría para comenzar con esta aventura. Tomé el primer tren que me llevara a Terranova, pues ahí me encontraría con el Arqueólogo Vallian. El tren salió a las 23:15 horas. Solo llevé tres trajes de gala, ropa cómoda para la expedición y una libreta de apuntes. Mi equipaje era aparentemente modesto, lo básico, pero sabía que llevaba demasiado. Solo en la ropa de expedición: tres pares de pantalones caqui, camisas de algodón y lino blancas, ropa interior y calzado resistente; la maleta ya estaba muy apretada. Sumados los trajes, era casi milagroso que no se desbordara como un baso a punto de rebosar.

La noche pasó lenta ante mis ojos. El tren iba casi vacío y el vagón donde me encontraba parecía casi desierto. Ya desde ahí comencé a sentir aquella sensación de inquietud en mi. Algo que me decía muy en el fondo <<Da la vuelta y regresa a tu hogar. Vas directo a tu muerte>>. Pero atribuí tales emociones a mi entusiasmo y la ansiedad de lo desconocido que me esperaba a varios metros bajo la tierra.

Pasamos Dumort, la ciudad de las cien edades. Tan vieja como las montañas que la rodeaban. Hicimos parada en la gran estación de Glandderfer y el tren se llenó de vida de pronto. Trabajadores y campesinos que se dirigían a la capital, Terranova, inundaron los vagones de clase baja y las bodegas que, igualmente, se vendían como vagones para pasajeros cuando iban vacíos. Glandderfer está a mitad de camino a Terranova y para ese momento, la luna estaba casi tocando los bordes de las montañas que bordeaban Dumort, cerca de Doludwood. Eran aproximadamente las 5:00 horas del día y el sol pronto saldría. El tren retomó su viaje y mientras, en los vagones se escuchaba el murmullo de voces cansadas y varoniles, la locomotora anunciaba la partida de la estación. Algunos trabajadores que aún se despedían de sus mujeres y otros campesinos que apresurados abordaban los últimos vagones corrían, pues temían ser olvidados por el tren, o peor aún, arrastrados a las vías de metal y morir destripados.

El sol abrazó al mundo con sus rayos hirientes mientras la locomotora salía de un túnel tan extenso como el infierno. La oscuridad cubrió todo por cerca de los dieciocho minutos, y mientras los demonios jugueteaban en las mentes mas nubladas, en los vagones se revolvía el humo de tabacos viejos y rancios. Llenaban los techos de sus nubes grises y fluorescentes en la oscuridad. Terranova estaba a veinte minutos de trayecto desde la salida del túnel. Ya eran cerca de las diez de la mañana y estimaba llegar a la estación de trenes de la gran capital a las diez con treinta. Apenas cinco minutos antes de lo que había acordado con el Arqueólogo Villian. Aquellos veinte escasos minutos, fueron el preludio más extenso y torturador de esa etapa de mi vida, pues los preludios mas torturadores que habría de vivir, apenas se comenzaban a cocer en el fondo de los abismos del averno.

Al llegar a la estación pude notar el cambio en el ambiente de una forma sobrenatural. De haber estado cómodamente en los limites rurales de Doludwood por casi toda mi vida, sentir el cambio a la vida citadina fue gratamente extraño. Los aromas, la pesadez del aire, los sonidos metálicos y forzados de motores, gritos, voces, ruidos... Estaba tan ensimismado en mis propias sensaciones, en la magia que me rodeaba que el tacto de la mano y la sonora voz de Villan me arrebató un susto de aquellos que solo los fantasmas logran provocar.

Patrick Villian era un menudo y pequeño hombre. No mayor a los 36 años, o eso aparentaba su apariencia. Bajito, de vivaces ojos verdes y con una melena rojiza, idéntica a la del muchacho que me llevo la carta al despacho hacía unos días.

-Usted debe ser el Dr. Hawthorne. Mucho gusto, soy el Patrick Villian, quien dirigió a usted la carta.

La voz de Patrick era delgada y casi chillona. Era como escuchar a un ratón de laboratorio chillar una conversación en su idioma animal. Y la comparación no estaba muy lejos de la realidad.

-Mucho gusto Arq. Villian, ha sido un... -Patrick habló.
-Oh, vamos. Dígame Patrcik o Pat, si le parece. Seremos colegas, deje los formalismos para los caras largas del instituto.

La informalidad de Patrick me tomó por sorpresa. En su carta sonaba tan serio y cuadrado como un cubo de madera gris, que descubrir esa vivacidad y espontaneidad fue todo una novedad.

Patrick Villian me explicó que en las afueras de la estación nos esperaba un auto. Tras de él, un joven hombre negro vestido con un curioso uniforme rojo-vino aguardaba. Llevaba un sombrerín redondo y pequeño, similar a un birrete de graduado, solo que este no tenía la pieza cuadrada. Era solo un circulo, casi un tubo del mismo color del traje, con una cinta dorada colgando de un lado. Villian hizo un gesto al joven y este enseguida me arrebató la maleta y la cargó. Se puso detrás de nosotros y nos siguió al caminar. Avanzamos a través de la multitud que se arremolinaba en la estación: mujeres regordetas con joyas por cada parte del cuerpo, niños que jugaban con aviones de madera, ancianos de bigote retocado y monolente, jóvenes con cardigans y algunas otras personas que sostenían las manos en el aire, rogando por una limosna.

La gente se apartaba cuando Patrick se abría paso sin necesidad de tocar a nadie ni de dirigirles la palabra, y curiosamente me di cuenta de que cuando pasábamos a sus diestras, nadie le miraba a la cara. Evitaban el contacto visual con el arqueólogo. Al salir de la gran estación de Terranova, la metrópoli a que había llegado me abordó con todo lo que tenía. Los colores acres y los sonidos metálicos y  resonantes. Los aromas. Todo me llegó de golpe y fue una exquisita sensación la que sentí recorrer todo mi cuerpo. Como una descarga ligera que travesaba cada una de mis vertebras.

Fuera nos esperaba un Ford Mod. A. Era color negro y el capó era bastante largo. Dentro un chófer bien uniformado esperaba tras el volante. El joven negro se acercó apresurado a una de las puertas de pasajero y me ofreció entrar. Siempre mantenía la mirada baja. Patrick le ordenó que pusiera mi maleta en la cajuela del auto y que después ocupara su lugar junto al chófer. Dentro, los asientos de piel negra del auto despedían un aroma a formol y piel tratada. Bastante sintético y con un toque agrio. Cuando el joven negro había entrado y ocupado su lugar, Patrick ordenó que nos llevasen hacía la ciudad universitaria de Terranova. El chófer contestó amablemente <<Como usted ordene, Señor>>, y luego de encender el motor, las ruedas chirriaron un poco en el asfalto e iniciamos el viaje a la ciudad universitaria.

Patrick Villian me iba explicando a detalle cada monumento importante que veíamos en el camino.

-Este arco fue creado en 1867, después de la guerra que nuestra gran nación ganó tras la rebelión de los opresores extranjeros... aquella estatua fue dedicada a Favio Florence, aquel general de la comandancia de la guerra en Balcanes... esa es MaryBeth Allastor, la reina virgen que estuvo en el poder por cerca de los cincuenta años ¿usted debe saber mucho de ella, no es así Allan?

Vimos una fuente inspirada en las deidades nórdicas y otra en las griegas, en una batalla épica entre Odin y Zeus. Mas adelante se hallaba la vieja mansión de uno de los duques mas depravados de toda la historia, alguien a quien llamaban Alberth el Sucio, pues se tiene la creencia o la leyenda, de que dentro de su mansión, este personaje poco agradable hacía que sus esclavas complacieran sus deseos  sexuales más sucios y pervertidos. Aunque fuera de todo ese contexto histórico y morboso, la mansión era de una exquisita arquitectura francesa de la época Victoriana. Con corredores en la parte baja y balcones que se extendían metros hacia afuera, jardines de vivas rosas de varios colores y tulipanes importados desde Holanda.

En el auto, que era bastante sofisticado y moderno, sonaba una de las canciones populares del momento y a intervalos de minutos se escuchaba la voz de un viejo locutor famoso <<...Y así es como nuestra voz mas varonil y masculina nos hace retumbar con sus canciones. Estoy seguro de que al menos más de una bella dama se ha dejado embrujar por el encanto de este don Juan...>>. Hablaba como si asegurara tales cosas y era curioso que hubiera dicho "varonil" y "masculino" a tiempos similares, pues ambas palabras significaban exactamente lo mismo.

Avanzábamos lento a través de la gran ciudad y entre autos y carrozas tiradas por uno o dos caballos, me iba maravillando con todo lo que veía. De un lado estaba el palacio de Bellas Artes, por otro lado se encontraba el Museo de Antropología e Historia, más adelante logré ver un teatro grande con diseño arquitectónico bastante ingles, un salón Club para caballeros y jóvenes señoritos, una casa de té para damas y señoritas. Era color blanco con amarillo muy tenue, parecía un pastel de limón. Y más allá se veían las grandes chimeneas de las fabricas de las industrias que iban creciendo poco a poco. El puerto de Terranova resonaba a lo lejos con el choque de las olas en la muralla de concreto y rocas que los ingenieros habían diseñado para controlar las mareas y en el horizonte se podían ver las siluetas de algunos buques de carga.

Terranova era un lugar esplendido y mientras yo me embelesaba con todo aquello, a Patrick la lentitud del viaje parecía alterarlo. Se notaba inquieto y lo dejó en claro cuando casi gritó a su chófer que se apresurara.

-Thomas, ¿podrías apresurarte? Llevamos prisa, Thom. La junta de los catedráticos es en treinta minutos y estamos al menos a unos cincuenta de la facultad. Date prisa.

El viejo chófer no habló. Solamente asintió sin mirar el espejo retrovisor y enseguida se sintió el jalón de las ruedas en el asfalto de adocretos. El joven negro que iba junto a Thomas estaba tan rígido como un muñeco de madera. Yo estaba algo desorientado, pues no esperaba que fuéramos a una junta apenas llegase a la ciudad.

-Esta junta, ¿cuál es el fin? No me había notificado, señor Villian. Creí que iríamos a los laboratorios de la facultad de su universidad.
-Y precisamente ahí vamos, Allan.

Yo no me sentía muy comodo con aquella confianza tan prematura en Patrick, pero igual la aceptaba para no crear roces a tan temprana relación.

-Es prioritario que usted conozca a cada uno de los que están haciendo posible esta expedición. Y la junta será en la sala de fiestas de la facultad de Antropología de nuestra universidad. El proyecto ARCA iniciará su aventura el día de hoy. Usted a llegado para ser presentado como el que llevara el registro de tan importante descubrimiento, ¿no estas emocionado, Allan?

Y la verdad era que me había emocionado desde el momento en que recibí la carta, pero aún no me hacía la idea de que esto estaba sucediendo. Aún no me creía yo mismo la importancia que tenía mi lugar para estas mentes tan brillantes y para el mundo mismo con este descubrimiento.

Thomas casi volaba en el asfalto y estuvo a muchas ocasiones de arroyar uno que otro gato y a dos que tres hombres distraídos -o muy ebrios-, hasta que por fin, las murallas que dividían el mundo secular de las tierras preservadas al estudio y la ciencia, se alzaban frente a nosotros con un fuerte y aferrado color rojizo oscuro. Una entrada tan grande como la boca de un río anunciaba en un arco de hierro "CIUDAD UNIVERSITARIA DE TERRANOVA". Dentro de la mini-ciudad, había todo lo necesario para nunca tener que salir. Había restaurantes bien abastecidos, jardines y parques extensos y llenos de vegetación, edificios con dormitorios, centros de entretenimiento, bibliotecas, una pequeña casa del té y otra de proporción similar para caballeros, un bosque que parecía no tener fin y al fondo, tras una curva, se podía ver el resplandor dorado del sol reflejado en un lago, con cabañas a la orilla y botes de remos. El edificio principal del conjunto universitario se alzaba majestuoso al final de la carretera que se movía como una serpiente a través del campus, de similar color rojizo y con detalles blancos. Un campanario bastante grande de su lado derecho y dos alas que se alzaban a ambos lados, con ventanas y floreros. Dentro se movían siluetas y más allá una serie de edificios de similar color y con diseños parecidos se lograban ver, rodeados por una serie de carreteras bordeadas con robles y sauces llorones. Eran las facultades de la universidad y cada una estaba acompañada por al menos cinco edificios-dormitorio, donde vivían jóvenes estudiantes y viejos profesores a la vez.

Dentro de aquella ciudad, el mundo exterior dejaba de existir. Era como si Terranova misma fuera solo un mito y la ciudadela fuera lo único real en todo el entorno.

La facultad de Antropología e Historia se encontraba entre las más alejadas del edificio principal, el cual fungía como centro administrativo y que además era el único con un auditorio que se usaba para las reuniones generales de la comunidad de estudiantes, investigadores y profesores de tiempo completo. La Ciudad Universitaria de Terranova era en si, un mundo que nada tenía que ver con el atareado día a día de la ciudad que la acogía como a una hija sabía.

Yo supuse que iríamos directo a las instalaciones de la facultad de AH, pero el Ford en el cual íbamos no se inmutó ni giró para tomar una ruta distinta, si no que siguió recto, directo al edificio principal del campus. Patrcik comenzó a dar indicaciones a Thomas, quien sin hablar las seguía, manteniendo siempre la mirada fija al camino. El chico negro que le hacía de copiloto, mantenía los ojos fijos en algún punto lejano y no fue hasta que Patrcik lo llamó por su nombre, que este salió de su ensimismamiento.

-Kuda.
-Dígame, mi señor -respondió casi al instante.
-Quiero que lleves las pertenencias del Doctor Hawthorne a una de las suites del ala de los profesores den edificio E de la facultad. Asegúrate de que sea una habitación con vista a nuestro lago.
-Como usted ordene, señor.

No fue necesaria mas charla. Ni Kuda volteó para ver a su amo, ni Patrick dirigió su mirada al criado. Fueron solo palabras que resonaron bajo el metal del auto y yo, como un espectador que no sabía que pensar de tener un esclavo a tu disposición -pues consideraba que esas practicas eran arcaicas y nada humanas-, observé, escuché y desee bajar del auto de una vez. No soportaba aquel abuso.

En las ventanas se reflejaban las figuras coloridas y alegres de jovencitas con peinados elaborados y algunos mas clásicos, caminado con vestidos de una pieza y sweaters de lana ligeros amarrados a los hombros, con libros en las manos, con bordados de flores en las faldas y aretes y collares de perlas, sonriendo a apuestos muchachos de cabellos dorados y castaños, con fuertes hombros de jugadores de Fútbol Americano, vestidos en sus trajes de corte sastre, finos botones dorados, plateados y rojizos, con peinados bien fijados con vaselina y miradas cautivadoras. Todos de un puro y casi perfecto color blanco en las pieles. Nadie de piel morena. Todos blancos como ángeles caídos del cielo.

El auto por fin aparcó frente a una escalera lo suficientemente alta, la cual daba una vista a una fuente grande, de unos quince metros de diámetro, con una estatua de dos metros que representaba al dios griego Apolo. La estatua tenía un arpa en una mano, una guirnalda de laurel en la cabeza y una capa que le cubría un hombro y parte de la espalda, pero que dejaba a la vista sus genitales y la parte trasera de su cuerpo perfecto, musculoso y cincelado como solo los dioses griegos pueden estarlo. Había imágenes más pequeñas en la parte baja de la fuente, las cuales representaban a ninfas hermosas y coquetas, con ropas hechas de enredaderas silvestres, siluetas de agua, hojas de maple y flores de diversos diseños.

Kuda bajó del auto casi tan pronto como este se detuvo y abrió la puerta del lado en el que se encontraba Patrick. Este bajó y me ofreció ayuda para salir, aunque yo no lo acepté. Afuera, en la cima de las escaleras, un hombre con barba blanca, panza sobresaliente y nublados ojos grises nos esperaba vestido con un pulcro y obscuro traje negro. Llevaba una sonrisa prominente y amplia en el rostro y debido al rojo que sus mejillas reflejaban, se notaba que estaba alocadamente feliz de vernos.

-Bienvenidos, mis estimados. Bienvenidos -comenzó a bajar poco a poco los escalones.
-Muchas gracias Señor Blutraunt, permitame presen...
-Ya se quien es este hombre, señor Villan -dijo el hombre con su sonrisa melosa- Nada más y nada menos que la persona que registrara todo este gran avance. Bienvenido, Doctor Hawthorne.
-Muchas gracias señor...
-Llámeme August. Augustus Blutraunt, director general de esta maravillosa casa de estudios.
-Muchos gusto, Director Blutraunt, mi nombre es...
-Me imagino que ha sido un viaje largo hasta llegar a este gran santuario, ¿no es así doctor? No se preocupe por las formalidades, aquí todos sabemos quien es, mejor encárguese usted de conocernos a nosotros. Me mucho alegra tenerlo aquí, Dr. Allan.

Me sentí extrañamente abordado. No necesite presentarme formalmente. Este hombre gordo y viejo sabía mi nombre, aunque era obvio que lo supiera, pero fue su ultima aclaración "aquí todos lo conocemos, mejor encárguese usted de conocernos", lo que me heló los huesos.

-Pero basta de charlas, pasemos que ya nos están esperando en el auditorio para la presentación.
-Por aquí doctor -me dijo Patrick y comenzamos a subir las escaleras.

Al entrar al edificio pude sentir una carga bastante marcada en mi cuerpo. Fue como si una especie de corriente eléctrica que flotar invisible en el aire me penetrara la piel, la carne y me recorriera cada uno de los huesos y las vertebras, dejando en mi una rara sensación de miedo. Una penetrante advertencia y la decoración del lugar no ayudaba mucho. Comencé a ver estantes con libros de cuero muy viejos, con tapas negras y algunos abiertos y alumbrados con veladoras de color negro y blanco, las cuales iluminaban algunos rincones escondidos. De sus bases corría una sustancia viscosa y negra que no era la cera ni la parafina de as velas. En el techo había un fresco representando un cielo negro, con lo que en un principio creí que eran estrellas, pero cuando agudicé la mirada y vi con mayor atención, descubrí que eran cabezas blancas con miradas perdidas y bocas muy abiertas. La imagen de un ser con alas de murciélago y cabeza de carnero en una pared, gritos en los pasillos, voces que susurraban y hacían vibrar el aire, sombras que pasaban en las paredes, pasos, gritos, pasos, gritos, pasos, gritos...

Patrick me tomó del brazo y no fue hasta que sentí el contacto humano otra vez en mi cuerpo que salí de mi pesadilla. Estuve a punto de gritar, pero no encontré la voz dentro de mi garganta, y fueron mis ojos, con una mirada de espanto autentico, los que preocuparon a Patrick.

-Doctor Allan, ¿se encuentra bien?

Estaba a punto de preguntar si el igual vio aquellas sombras negras en las paredes, o si había escuchado los gritos, o si sentía la vibración que las voces hacían en el aire o que significaba aquella representación de Baphomet en la pared, ¿es que acaso estaba en la guarida de un grupo de Caballeros de la Orden del Temple? Pero mi miedo se esfumo tan rápido como llegó cuando mis ojos volvieron la vista de nuevo al techo y en lugar de ver un cielo en llamas con almas sufriendo, vi uno lleno de querubines, serafines de seis alas y ángeles vestido con túnicas blancas y alas doradas. Los libros de brujería fueron reemplazados por candelabros de hierro e incrustados de oro y la imagen del demonio, ahora era una replica del Apolo de la fuente. Estaba tan confuso, tan perdido y no me di cuenta de mi extraña reacción hasta que pude percatarme de que tanto los ojos curiosos y entrometidos de Patrick y Agustus, me estudiaban atenta y detalladamente.

-Estoy bien, señor Villan. Es solo que... me ha maravillado todo este bello arte que alberga la universidad. Es sorprendente.
-Me alegra que le haya gustado, doctor Allan. Pero si no le molesta... nos esperan -dijo Augustus.
-Claro director, andando.

El gran auditorio podía albergar a más de dos mil personas, aunque cuando nosotros llegamos, solamente dos filas, las principales, se encontraban llenas. El resto, cerca de treinta hileras de sillas plegables de madera, estaban tan vacías como lo estaba en si el mismo auditorio. La comunidad estudiantil no fue invitada a esta reunión y solo se encontraban en ella investigadores y profesores que formaban parte del proyecto ARCA, reporteros de prensa y sus respectivos fotógrafos. Solo los encargados del periódico escolar, un par de jóvenes con camisas arremangadas, boinas y tirantes prensados al pantalón, eran los representantes de toda la comunidad estudiantil.

Augsutus tomó lugar en el pódium, era un hombre con un diafragma bastante grande y hablaba fuerte y sonoro, de ser necesario hubiera bastado solo con guardar silencio para que el auditorio entero se llenara con su voz, pero tenía frente a si un micrófono grande, como los que emplean en los combates de box, mientras leía un corto dialogo en una hoja demasiado blanca <<... y así, después de varios años de investigación, tras varias pruebas y excavaciones, hemos descubierto la entrada a un nuevo mundo. A una nueva posibilidad. A una nueva era donde la historia dejará de ser la misma y la fantasía y la realidad se fusionarán para formar una sola verdad. Y para capturar todos estos acontecimientos y crear la historia que el mundo conocerá, nos ayudara el famoso profesor en letras y doctor en historia universal. Denle un fuerte aplauso a un amigo y colega, el Doctor Allan Hawthorne>>.

Las cámaras comenzaron a destellar con cegadores luces cuando comencé a caminar hacia el pódium. Un mar alocado de luces me abordó y me quedé ciego por al menos cinco segundos. Una cortina blanca como la luna me cubría de todo.

-Esta ha sido una de las oportunidades más grandes de mi vida. Como un investigador de la historia de nuestra raza, de nuestras civilizaciones, he estudiado a detalle cada evento de relevante importancia a través de los años -en las manos llevaba un par de hojas con mi discurso, aunque no fue necesario leerlas mientras me presentaba, pues las palabras me salían solas- Hoy me uno a este gran grupo de colegas expertos y de personas irreemplazables. Hombres que cambiaran el rumbo de la historia humana...

Los reportes y el joven del periódico estudiantil miraban mi rostro y al mismo tiempo trascribían de forma automática casi todo lo que decía. Me miraban con ojos inexpresivos. Fríos y calculadores, y en sus miradas heladas podía ver el nacimiento de interrogantes que pronto me abordarían como un tsunami a una playa. El primero en lanzar su dardo fue el joven de la universidad, un muchacho de unos veintidós años, con ojos tan claros y azules como el mar mediterráneo.

-Doctor Hawthorne, es bien sabido en el mundo que usted es una de las mentes más brillantes desde la muerte de el inmaculado investigador e historiado Zárevich Ivanovich hace ya más de medio siglo...

El joven periodista mantenía fija su mirada en mi, como tratando de encontrar alguna pizca de duda o de estupefacción en mi rostro. Su compañero fotógrafo me apuntaba con una caja negra en un tripié y en la mano sostenía algo metálico y con forma de T.

-Alguien que aportó a nuestros libros de historia y a nuestro propio pasado un significado muy diferente al explicar los misterios que los dogmas de los códices de la ciudad de cristal, en medio de la mítica India, indicaban -el joven hablaba de todo eso como si yo fuera un ignorante y no supiera del tema, se notaba un aire de superioridad en su postura- Todos sabemos que aquellos relatos que nos describen a detalle el trasfondo que las creencias hindúes querían dar a entender, nos ayudaron a conocer mejor el alma y la conciencia humana, pero, ¿qué lo hace a usted tan especial como para ser el encargado de explicar al mundo un evento tan importante como el del proyecto ARCA? ¿Qué lo vuelve a usted tan indispensable?

Los demás reporteros, con sus fotógrafos señalando hacia mi con sus armas de luz y chispas, los colegas, los investigadores, y tambien Patrick y Augustus, me miraban con atención. Con paciencia. Atentos a escuchar mis respuesta. Esperando que dijera algo que le diera sentido a la pregunta del orgulloso universitario.

-Bueno, como bien usted ha mencionado, mi trabajo es conocido en todo el mundo -hice una pausa y respire lento y profundo- El proyecto ARCA necesitaba de alguien con los conocimientos básicos y avanzados de la historia de nuestra humanidad. En esta época, en este tiempo, solo existen dos personas con la capacidad de entender ese pasado y trasfondo del mundo. Uno de ellos está al otro lado del planeta, estudiando lo que su padre comenzó en la ciudad de cristal; y el otro está frente a usted, señor. Eso me vuelve indispensable para este proyecto.

El joven de boina me mantuvo la mirada por unos segundos y luego la bajó hacía su libreta, apuntando de forma acelerada varias letras que no logré ver. Los demás reporteros, después de mi respuesta, comenzaron a lanzar sus preguntas como anzuelos, para ver si lograban pescar algo. Preguntas como <<¿Qué opina su ex-mujer de este evento? ¿Le ha llamado? ... ¿Cuanto le pagaran por asistir al equipo? ... ¿Recibirá Doludwood algún reconocimiento por dejar que su estrella se desprenda del ceno materno? ... ¿Qué nos puede decir con respecto a que Terranova sea la que descubriera tan importante tesoro? >>, y te todas esas preguntas, solamente respondí la última, pues las demás no tenían sentido y tampoco tenían objeto.

Al acabar la junta de prensa, Augustus tomó posesión de pódium y comenzó a dar las gracias a todos por haber llegado. Poco a poco los caso 70 hombres que estaban en aquel enorme salón, se fueron despidiendo uno del otro. Los periodistas se miraban con ojos de halcón, a la expectativa de arrebatar alguna nota a sus oponentes. Y yo aún me sentía mareado y confundido por la visión en la recepción del edificio principal de la ciudad universitaria.

Patrick me acompañó hasta la facultad de Antropología e Historia en el FORD A. Thomas nos esperaba frente al auto, con su pulcro y serio traje negro. Kuda no estaba con él. Abrió la puerta del Ford y nos invitó a pasar. Manejo hasta los limites del campus y espero a que Patrick se despidiera de mi frente a la habitación en el ala de profesores que me habían asignado.

Esa noche tuve pesadillas. Soñé con el campus, pero en lugar de ver estudiantes, veía seres alados con cuernos, alas de murciélago y morbosas caras sonrientes. Yo caminaba entre ellos y los veía fornicar en los campos de la universidad, el las aceras de las carreteras y dentro de las aulas. Violando jovencitas, torturando a jóvenes y tocándolos de formas asquerosas y dolorosas. Era un espectador aterrorizado que solo quería escapar, pero que por más que intentara correr, caminaba tranquila y plácidamente entre todos esos seres demoníacos. Volví a entrar a la sala de recepción del edificio principal y volví a ver al demonio con cabeza de carnero, sonriendo y carcajeando ahí donde se suponía estaba la imagen de Apolo.

Cuando desperté, el día era soleado. Sudaba frío sobre mi cama y me sentía entumecido. Me abrazó el pánico por un momento y hasta que logre salir de mi parálisis temporal, me tranquilicé. La ventana que abarcaba casi toda la pared frente a la cama, dejaba ver un lago de agua cristalina y verdosa con gansos grises y marrones nadando en él. Había tres jóvenes muchachos salpicando el agua y tres jóvenes señoritas riendo en la orilla. Una escena tranquila y pacifica. Algo que me hacía tranquilizar un poco después del terror de mi sueño. Pero mi horror regresó cuando, en la distancia, volví a ver a aquel ser demoníaco con cabeza de carnero, quien me miraba entre las sombras de los árboles.

Se reía de mi.

miércoles, 15 de octubre de 2014

Las Gloriosas Estrellas.



Cerca del norte, hacia las luces de invierno,
por las sendas desoladas de las montañas nevadas,
hacia los mares de cristal y las islas de diamante,
con el viento en popa y las alas de un águila gigante ondeando los cielos.

Hacia las estrellas plateadas y la luna dorada,
cuando el sol duerme bajo un manto de oscuridad y sus ojos dejan de brillar,
entre cometas de colores: azules y morados, verdes y plateados,
entre planetas lejanos y seres extraños,
vistiendo las prendas del infinito y coronado con metales, voy adornado,
hacia un lugar en la distancia, hacia una tierra nueva, 
mi sueño de la infancia.

Sobre un águila blanca, con plumas tan grandes como espadas,
con dos estrellas a mi lado, que me cuentan secretos reservados,
historias y leyendas, cuentos y canciones,
vidas gloriosas de caballeros dorados y amores que han dejado rotos algunos corazones,
entre nubes cósmicas y polvo de estrellas,
entre aerolitos y meteoritos,
fuego azul y cristales rojos,
soles morados y algunos bronceados,
voy volando, voy volando.

Voy hacia mi vida eterna, con las estrellas,
voy hacia el infinito, acompañado voy con ellas,
para atrapar y coleccionar, a mis diamantes, las eternas.

Las gloriosas estrellas.

domingo, 12 de octubre de 2014

El compañero secreto de Howard.


Howard era un niño tranquilo, sereno y muy tímido. Howard solía pasar sus recesos escolares bajo un árbol de abedules delgado y alto, y de una corteza tan blanca como sus dientes. Howard vivía en un pueblo llamado Neolaskana y en ese lugar los inviernos eran tan fríos que los abedules se confundían con el entorno lleno de nieve blanca y brillante.

Un día, Howard salió a comer su emparedado de pollo y su caja de leche con chocolate bajo su árbol amigo, cuando llegaron tres niños más grandes que él y lo patearon, lo golpearon y pisotearon su comida. Howard no entendía por que los niños eran malos con él, pues él nunca era malo con ellos. Él siempre trataba de evitar a los demás niños y todos trataban de evitarlo a él, pues decían que era raro y que su piel demasiado blanca y sus ojos demasiado grises no eran normales. Los niños creían que era un muerto viviente y según ellos, los muertos vivientes no sentían dolor. Pero Howard no era ningún muerto viviente y estaba completamente seguro de que lo qué sentía cuando lo golpeaban los otros niños, era mucho dolor. Y así fue como esa tarde de escuela, Howard se quedó hecho un ovillo junto al árbol, llorando y deseando poder vengarse en algún momento.

Otro día, Howard se encontraba caminando hacia su casa. Neolaskana era un pueblo relativamente pequeño y las distancias eran cortas y la inseguridad se limitaba solo a los adolescentes que pintaban los muros de los sitios públicos y a los alcohólicos que salían los domingos de madrugada a gritar sus penas en mitad de la calle. Pero aquella tarde en la que Howard, de solo nueve años, se encontraba caminado hacia su casa, otros niños en bicicletas lo arroyaron, patearon y salpicaron con el lodo que se formaba cuando la lluvia ligera de las tardes de otoño se acumulaba en los rincones de las calles. Howard sintió mucha pena, ira y vergüenza, y sintiendo una completa y absoluta impotencia, se tiró al piso mojado y enlodado, y lloró y lloró.

Howard no tenía hermanos mayores que lo defendieran y tampoco un padre que lo enseñara a pelear. Howard vivía en casa de su abuela, una anciana bastante amable y que era muy buena con todos en el pueblo. La gente la respetaba y nunca sospechaba que su pequeño nieto sufría abusos en la escuela o en la calle. Howard tenía una madre que gustaba de conocer hombres en bares y luego pasar la noche con ellos. Hacía ya tres años que él no la veía y ya comenzaba a olvidar los rasgos particulares que poseía el rostro de su madre. Recordaba el lunar debajo de su labio, cerca de la linea que cortaba su barbilla, y también la marca que ella tenía en su brazo derecho. Pero batallaba para recordar el color de sus ojos y la forma que tenía su cabello, como era el sonido de su voz y de que color se pintaba los labios. Básicamente, Howard estaba sólo y así era como se sentía: solo y sin nadie que lo ayudara.

Pero fue esa tarde de otoño, cuando los niños lo arroyaron, que Howard conoció a un amigo especial. Después de limpiarse las rodillas, secar sus lágrimas y sacudir su bolsa escolar, continuo el camino hacia la casa de su abuela y en el transcurso, vio a un niño igual de solo que él, quien se columpiaba en los juegos de un parque viejo y desgastado, al cuál la gente ya no iba. Había hiedra recubriendo los postes de los juegos y maleza que tapaba las bancas despintadas de concreto. Igual habían botellas de cerveza color ámbar e insectos que volaban o saltaban de aquí hacía allá. Lo que le llamó la atención a Howard, fue la peculiar ropa que aquel niño usaba y sintió mucha curiosidad de saber quien era. Aquel niño vestía una larga túnica color negro, que en contraste al entorno gris de Neolaskana, resaltaba tanto, como lo hacen  las estrellas en la noche.

Comenzó a caminar hacía el parque, sintiendo dudas de si seguir o parar ahí mismo. Una ve había ido solo a ese parque y a su abuela casi le da un infarto por que lo encontró jugando en el tobogán oxidado de aquel parque abandonado. Pero su incertidumbre iba apagandose con cada paso que daba y con cada centímetro que lo acercaba hacía aquel misterioso niño. Cuando menos lo espero, ya estaba parado a un lado de uno de los columpios descoloridos a un lado de aquel niño.

-Hola... -dijo Howard, no sabiendo si llegaría una respuesta.
-Hola.

La voz de aquel niño de negro era tan tierna e infantil como lo era la de Howard, pero había un cierto misterio que trascendía a pesar de sonar tan normal.

-Me llamo Howard... Howard Pinsky.

Howard se sentía extrañamente desprotegido en ese momento. No era costumbre suya presentarse así nada más ante alguien a quien no conocía. Pero aquel muchacho despertaba en él cierta confianza que incluso a el le sorprendía la facilidad con que las palabras salían de su boca

-Mi nombre es Todd -dijo el niño extraño- Sólo Todd.
-¿Me puedo sentar para jugar contigo, Todd?
-Claro, el parque es libre. Siéntate aquí, ese columpio esta roto y te caerás si lo usas.

Howard obedeció y se sentó en el columpio bueno, aunque el otro se veía igualmente bueno, aunque seguramente Todd ya lo había probado -pensó Howard- por haber estado ahí antes que él y por eso debía saber que no estaba bueno.

-Y... ¿dónde vives Todd? No vas a mi escuela, por que nunca te había visto.
-No, no voy a la escuela. Y vivo aquí, en el parque, por ahora.

Howard no supo como interpretar aquello. Pensaba que Todd le estaba jugando una broma y que su casa estaba cerca del parque y no que era el parque precisamente. Intentaba buscar un tema de conversación, algo que lo ayudara a entablar una platica larga o a conocer más de su amigo. Entre niños, creía el, eso era fácil. Los niños no se guardaban secretos. Y dentro de todo lo que pudo haber dicho, recordó algo que tal ve podría interesar a Todd. Recordó a su abuela y al delicioso aroma que inundaba su cada los jueves.

-Mi abuela prepara panqueques los jueves cuando llego de la escuela, ¿te gustaría ir a comer unos, Todd?
-¿Qué son los "panqueques"? -dijo Todd de forma tan natural y sencilla que Howard se sorprendió.
-¡No sabes que son los panqueques! Son unas cosas hechas de harina que son como platos espaciales y les pones miel y mantequilla. Mi abuela hace los mejores ¿tus padres te darían permiso de ir a mi casa, bueno, a la casa de mi abuela para comer unos? Te gustarían...

Todd no había volteado a ver a Howard en todo el tiempo desde que este había llegado al parque, sólo hablaba y la capucha que cubría su cabeza, ocultaba su rostro, el cual mantenía la mirada en algún punto fijo en el horizonte gris y no dejaba a Howard verle los ojos, o la boca cuando hablaba o sus expresiones. A diferencia de Howard, quien lo veía de soslayo o volteaba deliberadamente para intentar atraparlo observándolo mientras él miraba las agujetas manchadas de su viejos zapatos.

-Puedo ir contigo, no necesito el permiso de nadie en realidad. Ni de padres, ni de abuelos, ni de hermanos ¿Por dónde esta tu casa, Howard?

Se bajaron de los columpios, Howard un poco dolorido por la emboscada de los niños en las bicicletas y Todd con la túnica negra que no dejaba ver sus pies. Howard estaba algo ansioso y muy nervioso, nunca antes había invitado a un amigo a casa de su abuela y que ahora invitara a alguien a quien apenas acababa de conocer, era poco usual -o más bien, nada usual- en él. Al dar un salto de los columpios, una capa de esporas -de las plantas silvestres que ahí crecían- se levantó como una nube blancuzca que llenó todo el aire que los rodeaba. Howard se sintió divertido ante aquello y rió al ver las esporas volar sobre su cabeza. Sus ojos grises miraban el cielo vespertino teñirse de un naranja-violeta, y cuando bajaron de nuevo al nivel del horizonte, vio por fin el rostro de su nuevo amigo.

Todd era tan normal como lo era él. Tenía dos ojos, los cuales eran verdes como una hoja nueva en primavera, una boca que era delineada por delgados labios rosados, mucho cabello que se escondía bajo la capucha, pero que sobresalía en su frente y era igual de negro que su ropa, y lo más peculiar y también poco usual en un niño: Todd tenía varia marcas grises en el rostro, marcas de símbolos que para Howard eran extraños y a la vez despertaban interés, miedo y curiosidad en él. Todd era incluso más blanco de lo que era Howard y sus facciones eran sobrenaturalmente similares, pero no idénticas. Howard llegó a pensar incluso que Todd bien podría pasar por un hermano suyo, aunque el no tenía hermanos. Nunca los tuvo y nunca los tendría.

Caminaron hacia la casa de su abuela, la cual estaba cerca de las vías del tren. Una finca pintoresca, con una casa mediana color amarillo pálido y detalles blancos. En el frente había un corredor y un balcón, y varios metros de jardineras a medio terminar de las cuales nacían plantas de rosas de varios colores, y también tulipanes, una bougainvillea y tres pinos que se alzaban alto al final del terreno, y un bosque que lo rodeaba todo en el fondo, muchos metros lejos de la casa. Howard apareció sonriente y anunció su llegada. Todd permanecía tan callado y silencioso como un ratón.

-¡Abuela, ya llegué! -gritó el niño- viene un amigo conmigo, lo invite a comer panqueques.

Su abuela respondió desde el piso superior y la alegría se podía escuchar en su voz. Su nieto nunca había traído a alguien a la casa. Era una nueva etapa en su niñez y comenzaba a tener amigos con los quien compartir, pero al bajar se sintió tan confundida. Junto a Howard solo se plantaba la gris silueta de su sombra. No había amigo. No había nada y nadie. MarieAnn no quiso ser quien matara la ilusión de su nieto y con una sonrisa tierna y casi desdentada, le dijo a Howard que prepararía panqueques para ambos.

-¿Cómo se llama ese niño tan apuesto con el que vienes, mi cielo?

MarieAnn no miraba a nadie en realidad y no sabía a donde dirigir su mirada para dar a entender que se refería a alguien vivo, así que mantenía los ojos plantados en la harina con leche que mezclaba en un bowl junto con huevos y azúcar.

-Se llama Todd, Nany. Vive... cerca del parque viejo que esta por los graneros cerca de las vieja estación de tren.

MarieAnn Pinsky era una de las mujeres mas antiguas de la comunidad de Neolaskana. Había crecido cuando el apogeo del poblado era prospero y todo era novedoso y abundante. Neolaskana fue, en su momento, una rica y grande fuente de minerales preciosos, tales como oro y plata, y una que otra mina de diamantes y zafiros. MarieAnn vivió la locura de la fiebre de oro de aquella época, una época de alegría y dicha que prometían ser eternas. Su padre era dueño de una de las parcelas más grandes de Neolaskana y para suerte de su familia, una de las mas ricas en oro y ópalo. Alberth Pinsky vendía a empresas derechos y ganaba un 30% de todas las extracciones de minerales preciosos de sus tierras. La familia Pinsky se volvió pronto una de las familias mas ricas en muchos kilómetros a la redonda y en Neolaskana fue la familia con mas riqueza e influencia por muchos años. Alberth hizo crecer gran parte de su pueblo. Ayudo al ayuntamiento a construir calles, autopistas que conectaran a las ciudades con el pueblo, trajo tiendas de importación, se construyeron parques en casi todo el pueblo y gracias a él se inauguró el primer cine en aquel pueblo de mineros. El palacio de gobierno creció el triple de su capacidad original y la red de vías ferroviarias se conecto con el pueblo gracias a la inversión del gobierno y al sector privado, del cual Pinsky tenía más del 60%. Fue una época en la que MarieAnn vio los avances y el desarrollo de su ciudadela natal. Pero aquel manto de belleza y prosperidad sufrió un quiebre tremendo cuando aquellas reservas de minerales y piedras preciosas se agotó tan rápido como había llegado.

El oro que existió, la plata y las piedras preciosas, eran solo una delgada costra en la superficie de la tierra. Una nada en comparación con otras tierras mineras. El imperio Pinsky se vino en declive y junto con él, el pueblo entero. Otros hacendarios con tierras que poseían metales, prefirieron venderlas a las empresas mineras e irse de aquel pueblo pobre. Poco a poco Neolaskana se fue quedando vacía, sin almas que la habiten y con un hueco que aguardaba fantasmas en su interior.

Alberth Pinsky se fue quebrando poco a poco. Su esposa, Annabet y su hija MarieAnn se hundieron al mismo ritmo que el lo hizo. Y fue una noche de verano, tras haber bebido seis botellas enteras de whisky, que Alberth Pinsky se quitó la vida en el despacho de su mansión cerca del lago.

La destruida familia se quedó con las deudas. Annabeht y su hija tuvieron que despojarse de todos los lujos que en antaño tuvieron. Las telas finas, vajillas caras, alhajas y prendas de metales y joyas, tierras, ganados, granjas y la mansión fueron embargados en símbolo de las deudas con los bancos que Alberth había contratado. Solo una vieja casa cerca de la vías del tren fue todo lo que les quedó.

MarieAnn conocía bien todos los rincones del pueblo. Conocía a quienes permanecieron firmes en Neolaskana y quienes con el tiempo fueron llegando para soportar la nueva industria de fabricas de telas. Y sobre todo, MarieAnn conocía el pasado de aquel parque cerca de la vieja estación. Conocía lo sucedido ahí y sabía que, por mucho tiempo que hubiera pasado, aquel evento trágico seguía latente en el recuerdo del parque. Como si hubiera sido ayer.

- ¿Entonces Todd vive cerca del parque a-donde-no-debes-entrar, mi cielo?

En ese momento, Howard recordó que Nany, su abuela, le había advertido jamás volver a entrar a aquel viejo parque. Recordó que ella misma había dicho que cosas malas le sucedían a la gente que entraba en ese lugar. Fue entonces que Howard hiso algo que hacía mucho tiempo no había hecho: Howard le mintió a su abuela.

-Si Nany, Todd vive cerca de aquel parque. No se donde... ¿Todd, dónde vives exactamente? -le preguntó Howard al niño de la túnica.

MarieAnn mantenía el oído atento. Mientras derramaba porciones pequeñas de masa aguada en un sartén engrasado, escuchaba todo lo que su nieto hablaba aparentemente con alguien. Aunque ella sabia perfectamente que en esa habitación solo habían dos personas: ella y él.

- Todd dice que vive en la chosa que esta después de la vieja fabrica de hilo. La que esta cruando las vías. Dice que además sus papás ... -Howard guardó silencio por un momento que pareció eterno- dice que sus papás trabajaban ahí y que la choza fue donada a ellos cuando la fabrica cerró. Su papá era el guarda-llaves y su mamá la mujer que limpiaba. ¿Tu los conoces abuela? Howard dice que ellos te conocen a ti.

MarieAnn quedó pálida cuando escuchó todo eso. Era posible que alguien le hubiera contado a Howard de aquella choza o que incluso el mismo hubiera ido con algunos de sus amigos indeseables y busca problemas sin su permiso a esa parte del pueblo. Pero lo que no era lógico, era que Howard supiera que MarieAnn conoció a la gente que vivió ahí. Al hombre y a la mujer que vivieron ahí, y al niño que era su hijo.

Comenzó a sudar frío y sintió que los huesos se le helaban. Depositó tres panqueques en un plato color azul y se los dio a Howard. Él la quedó viendo extrañado y luego agregó.

-Nany, falta el plato de Todd.
-Lo siento mi cielo, aquí esta el otro plato. Por cierto amor, ¿quién te contó todo eso? Espero que me digas la verdad.

Howard la observó extrañado, le acababa de decir quien le había dicho todo eso. Volteó hacia su derecha, donde había una silla que a los ojos de MarieAnn estaba vacía, pero que en la mirada de Howard reflejaba la silueta bien definida y la piel pálida y marcada de un niño que se parecía a él.

-Me lo dijo Todd -contestó después de mirara a su amigo invisible- me dijo que tu conoces a sus papás, que su mamá solía venir a la casa para ayudarte con la ropa sucia cuando yo era muy pequeño.

MarieAnn le sonrió y lo dejó terminar los panqueques. Howard depositó uno en el otro plato, que era color verde e inició una platica amena con el vació a su derecha. MarieAnn se alejó un poco, con semblante preocupado y con un sentimiento fuerte de miedo.

Y mientras ella observaba a su nieto y al vació, vio como el panqueque en el plato verde desapareció sin más. Fue entonces cuando Howard dijo.

-Nany, dice Todd que tus panqueques están deliciosos.

Y una risita traviesa, que no era la de Howard, inundo la cocina de MarieAnn Pinsky.

domingo, 5 de octubre de 2014

Pienso.



Especialmente hoy, me siento hueco. Como un coco vacío.

Lleno solamente de aire. Sin sangre. Sin huesos. Sin órganos. Sin carne.

Sin NADA.

Solo pienso y pienso y pienso y pienso y pienso y pienso y pienso y no dejo de pensar.
No se precisamente que pienso. No se precisamente que estoy escribiendo. No se precisamente que estoy haciendo. No se nada de nada para este momento. Pero si se que es lo que siento, y lo que siento es una inmensa sensación de una gran NADA. 

Un infinito vacío.

Podría correr una maratón y aun así me sentiría como cuando comencé. Podría no dormir mil años y me seguiría sintiendo alerta. O podría dormir esos mil años y me sentiría igualmente cansado. Como en un constante estado de lividez interminable. Acosado por el acecho de lo que desconozco.

Mi mente esta trabajando demasiado ahora. Piensa cosas que no deseo y hace cosas que tampoco espero. Me tiene en un extraño estado automático. Soy como un autómata que solo se mueve bajo la inercia del impulso mecánico de los engranes. 

No piensa. No siente. No sabe. 

Solo actúa. Actúa porque así fue creado.

Y en este momento, yo soy un autómata.

Un autómata  que solo actúa bajo el impulso abrumador de su cabeza.

Muerte.



La conozco. La he visto. La he creado. La he invocado. Soy culpable de llamarla.

Y ahora solo deseo haber podido ser mas prudente...
y no haberla ignorado.

Solo deseo haber podido atenderla y quizá así, ella no se estuviera riendo de mi fracaso y mi descuido justo frente a mi. Escupiendo mi cara. Salpicando mis mejillas. Derramando mis lagrimas.

Quemando mi conciencia.

No la maldigo. Ella es así. Sarcástica. Burlona. Fría. Sin vergüenza. Calculadora. Astuta.

CRUEL.

Muerte.

Muerte.

VETE.

Por favor, ya vete.

Dejame-en-paz...

¡VETE!