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martes, 24 de junio de 2014

Besos en tu espalda.


La noche se hacía eterna y el aire helado lo congelaba todo a su paso, había un bosque en medio de un valle repleto de majestuosos arboles tan viejos como la tierra.
Eran altos y frondosos, poderosos y sabios.
Ellos hablaban y sus voces el viento se llevaba.
Dentro de aquel bosque se encontraba una cabaña con una chimenea, la cual humeaba como un volcán activo. Las luces dentro de la cabaña eran tenues, como estrellas distantes y su resplandor se escapaba de las ventanas y formaba ríos brillantes que se iban difuminando poco a poco.
La luna se asomaba majestuoso en el cielo y sus hijas las estrellas la acompañaban.
En la inmensa cúpula estelar se encontraba Escorpión, caminado lentamente. También estaba Orión y su espada plateada se alzaba amenazante.
Dentro de la cabaña hacía calor. Un calor que lo abrazaba todo. La chimenea ardía con mil brazas en su interior y el fuego naranja brillaba igual que un atardecer de verano.
Frente a la chimenea había un sofá victoriano carmesí. Las sombras de herrería manchaban el terciopelo de sus cojines y el movimiento de las brazas las hacía bailar como a duendes en las hogueras de otoño.
Había igual ropa tirada en el suelo. Un pantalón, una playera, bragas, un sostén, calcetines y zapatos distribuidos en los cuatro puntos cardinales. 
Afuera una loba aullaba llamando a su macho. En la distancia un aullido le contestó y luego otro y otro más, hasta que los aullidos se convirtieron en un canto del bosque y el viento se los llevaba hacia las tierras lejanas en el horizonte, donde el sol se despide cada tarde tras las riberas del fin del mundo, tras las montañas del destino, donde habitan los creadores y los eternos de esta tierra.
La cabaña era como una antorcha en la negrura perpetua de la noche, en lo interno y secreto del bosque. Había flores marchitas en un florero azul y comida seca en platos de madera. El aire se sentía pesado. Intensos aromas lo impregnaban todo: canela, manzana, vainilla, sal, pino, madera chamuscada, lavanda... sudor.
Afuera comenzaba a nevar. Una nube gris comenzó a cubrir las estrellas y la luna sintió miedo de perder de vista la tierra. La nube lo comenzó a cubrir todo y como lagrimas de cristal, los copos comenzaron a caer. Era una lluvia blanca y liviana. Mas helada que las gotas de agua y tan frágil como los pétalos de las flores. Un manto blanco comenzó a cubrir las coníferas más altas y el suelo se escondió bajo una capa de cristal hecho polvo. Las estrellas seguían brillando junto a su madre sobre la cordillera de picos plateados y su luz se reflejaba en el manto de hielo. La nieve brillaba como si tuviera luz propia, como si estuviera viva y aquella luz fuera el resplandor de su mirada gélida.
Las luces se fueron apagando dentro de la cabaña. Eran velas las que las alimentaban y las tímidas y traviesas llamas se comenzaron a dormir conforme la parafina se iba consumiendo. Pronto casi todas cayeron bajo el hechizo de Morfeo y solo la chimenea resistió la oferta de dormir un sueño eterno.
En una habitación de tres paredes se encontraba una cama inmensa.
Había un candelabro hecho de astas de viejos ciervos en el techo. La madera rechinaba con el roce del viento y las ramas de algunos árboles golpeaban el techo en su danza a la luz de la luna.
Los árboles cantaban en un idioma muy antiguo y su canto era hermoso y tranquilo.
La cama se sacudía ligeramente. Estaba recubierta en pieles y telas gruesas. Alfombras de las mas elaborada y hermosa manufactura cubrían parte del suelo a su alrededor. Una ventana espiaba a los dos amantes que se besaban bajo el secreto de las pieles y las telas. En ella los guardianes del viento y el bosque los observaban. La guardiana de los aires suspiraba al contemplarlos, el amo del bosque sentía como el calor del verano regresaba a su corazón y se dejaba embriagar por el, sin retenerse.
Las criaturas antiguas de los elementos se regocijaron y hubo una fiesta en la tierra de las hadas.
La nieve caía gracial desde el cielo y la luna brilló más y las estrellas brillaron más para alumbrar la cabaña que se encontraba a oscuras. La nieve reflejó aquella luz y el resplandor plateado de la madre estelar y la de sus hijas penetró por la ventana y los amantes se descubrieron ante la vista de aquellos que los observaban con ternura y alegría.
Ella era frágil como los copos de nieve.
El era fuerte como un inmenso árbol del bosque.
Se besaban, se besaban con pasión y el amor rebozaba de su cama como agua. Un agua tan azul y tan pura y brillante que iluminaba sus rostros y los hacía ser semejantes a las estrellas.
Ella lo abrazaba del cuello y sus labios no se despegaban de su boca.
El la tomaba de la cintura y buscaba el aliento de ella con desesperación, como si de eso dependiera su existencia.
La noche se detuvo para observarlos también y por un momento, el mundo se paralizo y el tiempo decidió tomarse un descanso y todo quedó en una quietud fantasmal.
Los amantes se besaban. Se tocaban. Acariciaban sus cuerpos con los dedos, con las manos, con los labios que dibujaban senderos de besos en la piel. Gotas de pesado sudor resbalan pos sus cuellos, en sus frentes y en sus brazos. 
El aroma a canela y manzana se sentía en el aire como un perfume natural e invernal.
El sonido de las brazas, el calor de los cuerpos.

-Te amo, mi amada dama...

Era un poema que comenzaba a recitar aquel varón de cuerpo frondoso e imponente.

-Te amo... amo tu tacto, el sabor dulce de tu interior. Amor tu cabello que imita a la noche, tus ojos de un violeta abrazador y tus manos suaves, manos de un amaestrado sanador.

Respiraban con dificultad. Se sentía cansado el ritmo de sus bocanadas y el aire que exhalaban, formaba nubes diminutas en sus bocas.

-Eres mi señor, mi compañero en las batallas. El dueño de mis susurros y de mis más intimas miradas... Señor de los reinos del hielo, señor de la nieve y de los ríos de cristal... Señor, mi amante, que me lleva con él a viajar hacia las tierras lejanas de horizonte, donde el sol duerme y la luna nace.

La dama de los aires comenzó a bailar ahí donde la nieve se alborotaba en remolinos diminutos y el amo de los árboles la acompañó; las ramas se agitaron con energía y de las coníferas caían semillas grandes y marrones.

-Hazme tuya, varón del hielo... hazme tuya esta noche nevada.

Él la tomó con ambos brazos y la giró sobre su cuerpo. Dieron vueltas en la cama, mientras sus labios se unían con devoción. Parecían nunca poder separarse. Las pieles calientes se revolvían y las telas finas de seda se agitaban como agua coloreada. El amante la puso boca abajo y descubrió la espalda de su amada. Era tan blanca como el lucero del amanecer. Constelaciones se pintaban en su piel y el las fue uniendo una a una con la suavidad de su lengua.
Ella gimió ante aquel tacto tan placentero. Sentirlo a él, era como sentir al verano entrar en su cuerpo. Amaba esa sensación y lo dejo avanzar de norte a sur... muy al sur. 

-Llévame a tus tierras celestiales, mi amado...

Ella demandaba ese honor y el se regocijaba ante su demanda.

Las criaturas antiguas seguían admirándolos. Miraban como el entraba en ella, como ella se desvivía por sentirlo, como él se unía a ella y como ambos se demostraban el amor que se sentían. Ellas miraban, por que dentro de su mundo secreto, aquellos actos eran pocas veces concebidos. Ellos eran tan antiguos como la tierra, y su origen era mas misterioso y complicado que lo que apreciaban en los amantes. El amor los creo, pero de una forma distinta. No fueron producto del deseo carnal ni de la unión de dos amantes.

Y envidiaban ese don que los mortales poseemos...

-Tómame, amada, tómame y permiteme contigo viajar.

-Te tomo, mi amado y te acompaño a los lugares que los dos deseamos conocer... viajemos al universo más allá del entendimiento.

Y uniéndose nuevamente, viajaron y se desconectaron de la realidad.

El tiempo volvió a su ritmo. La luna se dio cuenta de que el sol deseaba salir de su cueva en el fin del mundo, las estrellas querían retirarse y jugar entre los planetas y las criaturas del mundo secreto, habían danzado y celebrado aquello que no podían tener demasiado tiempo. El sol comenzaba a asomar su muchos brazos de luz y los rayos ya empezaban a rozar el cielo. 

Había pasado toda la noche nevando y en el suelo una alfombra de hielo lo cubría todo. El fuego de la chimenea se había apagado y solo el calor de las pieles calentaba  los amantes en la cama. Ellos se miraban el uno al otro, sus ojos recorrían el rostro del otro, la piel del otro, los defectos del otro. 
Y no fue hasta que el hombre de fuerte y cincelada musculatura susurró algo a su dama de cristal, que el tiempo regresó de golpe y las horas se hicieron pasar:

-Milady, antes de dejar este viaje mágico, ¿os puedo pedir algo?

Ella lo miró y una sonrisa se dibujo en sus labios antes de contestar.

-Para mi amado, lo que desee...

El devolvió aquella sonrisa con creces y alegría.

-Antes de dejar este nido, solo quiero hacer algo... algo con mis labios y tu cuerpo.

-¿Y que es eso, mi señor?

-Quiero dejar besos en tu espalda.



Carlos Duarte.

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