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domingo, 23 de febrero de 2014

Castaño y Nogal.


Castaño: la honestidad.

Sus raíces se mantienen arraigadas a la tierra de su alma
y sus hojas se extienden a lo ancho y a lo alto de su ser.
Castaño, viejo nombre de antaño,
Castaño, te haces fuerte a cada año.
Castaño, déjame grabar en tu corteza una leyenda,
algo inolvidable.
Permite a mis ramas tocarte y alcanzarte,
y con las tuyas entrelazase
y contigo fusionarse.

Nogal: la pasión.

En sus ramas se posan las aves
para cantar una canción,
una que hable de su dama,
una que relate su pasión.

Nogal, de raíces fuertes y firmes,
de corteza dura y robusta
de ramas largas y abundante, 
abraza en tus muchos brazos al Castaño,
tu compañero de antaño,
y deja que te lleve a un lugar diferente,
que se conviertan ambos en una sola madera
y compartan una sola mente.

Castaño: la belleza inusual.

Miro mis ramas, y veo mis frutos
y me siento ataviada, pues no los considero hermosos.
Miro hacia el suelo y veo mis raíces, 
acaricio con mis hojas mi piel y siento que no estoy completa,
algo falta este bosque... algo falta a mi alrededor...

Nogal: extraño y lleno de contrastes.

No soy común en muchos aspectos.
No soy normal en muchas maneras.
No soy amante de todos los árboles,
pero cuando me entrego, cuando amo a alguno,
lo hago de verdad.
La pasión me recorren el cuerpo como sabia,
sabia que me llena de vida.

Castaño y Nogal: la unión.

Castaño, te encuentro cada noche al salir la luna,
cuando las estrellas me hacen compañía en mi bosque solitario,
cuando las aves dejan de cantar y comienzan a roncar.
Cuando las ardillas, los tejones y los venados,
regresan a sus casas y me dejan solo y abandonado.

Nogal, estoy a tu lado cada noche, cuando sale la luna,
estoy a tu lado justo ahora, pues mi bosque es el tuyo.
Nogal, está unido a mi en muchas maneras
y yo estoy unida a ti, en muchas formas.
Nogal, estoy a tu lado justo ahora, cuando las aves
y los venados, y los tejones y los roedores duermen,
pues nuestras raíces se encuentran por debajo de la tierra
y se unen  nuestras almas
a la luz de la luna. 


Carlos Duarte

viernes, 21 de febrero de 2014

Zapatillas, charol y mallas negras.



Soy la tentación y la discordia. La Manzana que te incita a pecar. El Diamante de Sangre que pide a tus ojos tomarme. Soy el pecado encarnado y el deseo materializado.

Soy Perséfone. La diosa que hará a los mortales morir ante mis muchos encantos...

Soy la que lleva la muerte.

Esa fue la sentencia que ella me dio mucho tiempo antes de que cayera, como un estúpido, en sus redes de pasión y encanto. Antes de que me embriagara en sus muchos licores y perfumes venenosos. Antes de que dejara impregnada en mi alma el sello de sus labios y las cicatrices de sus uñas rasgando mi espalda, como un gato afilando sus garras en la suavidad de un sofá. 

La noche en que la conocí, fue una de esas noches inolvidables. Fue en un bar elegante, no en una discoteca de mala muerte ni llena de humos y vapores extraños. No, nada de eso. Ella estaba en la barra de aquel restaurante, el cual no recuerdo su nombre, pero si su aroma: tabaco de habanos y vino de Borgoña. 

Era el trigésimo aniversario de cumpleaños de mi mejor amigo de la infancia, Hazael. Y como cada año desde hacía veintitrés primaveras, celebrábamos sus años en algún lugar diferente. Cuando lo conocí, tenía yo 6 años y el 7. Eramos vecinos en aquel entonces y jugábamos en la casa del árbol que su padre había construido meses antes de que se separa de su madre. Pero ese no es el punto en mi relato. El punto es ella, la mujer de piel blanca y labios rojos que jugueteaba con frutas su boca. Perséfone.

Perséfone repasaba sus carnosos y deliciosos labios rojos con la piel de una cereza grande y brillante. Los acariciaba como si fueran pétalos de tulipanes, igualmente rojos. Tenía una copa de martini frente a ella, pero la copa no estaba llena de martini, tenía vodka y había otras dos cerezas igual grandes que la que tenía en la mano, dentro del delicioso veneno transparente.

Ella vestía un pegado y entallado traje negro. Llevaba el cabello semi-recogido en un chongo y la otra parte que no estaba entrelazado en su peinado, colgaba como listones negros de su cabeza. Su piel blanca, tan pura y finamente blanca, resaltaba sobre todo lo que llevaba puesto. Era una mujer de alabastro cubierta con sedas negras. Sus ojos grises escrutaban los patrones del mosaico de la barra, mientras sus dedos recorrían aquellas formas, como si fueran caminos o laberintos interminables. Tenía puestas medias negras ese día y sus zapatillas plateadas jugueteaban el suelo de mármol del restaurante.

Había dos hombres que le hablaban, uno a su izquierda y otro a su derecha. Ambos se veían muy interesados en la musa de las cerezas, pero ella los ignoraba como si se tratara de dos rocas sucias y cubiertas de moho. 

Uno de ellos le extendió una tarjeta negra con detalles en dorado. Ella la tomo y le concedió una ligera y pobre sonrisa a aquel extraño, y apenas este se dio la vuelta, la tarjeta voló por los aire y aterrizo sobre un carrito repleto de los muertos de una de las mesas cercanas.

Y Perséfone continuo recorriendo sus labios con las cerezas y saboreando el sabor del vodka con ellos.

Mientras Hazael y otros compañeros de la vida bebíamos Champagne  y cervezas; Perséfone continuaba pidiendo martinis en la barra, revisanba algo en su teléfono móvil y concentraba sus bellos ojos en los patrones de la barra. Parecía estar esperando a alguien en aquella triste barra azul topacio.

Vladimir, un viejo amigo ruso hablo en la mesa del festejo.
- Amigos míos, esta noche ha sido maravillosa. Después de un año sin verlos, me siento muy alegre de poder pasar estos espectaculares momentos, en este espectacular lugar y disfrutando de estas grandiosas cervezas importadas. Propongo un brindis con Champagne, para celebrar a nuestro apreciado Hazael y por nuestro reencuentro después de tanto tiempo.

Todos levantamos las copas con Champagne, algunos de los otros las ignoraron y subieron sus tarros de cerveza cual vikingos y brindamos y bebimos y reímos por nuestra felicidad y por nuestro festejo. Pero yo, a pesar de que me mantenía en aquella mesa llena de amigos y conocidos, deseaba ir a la barra y hablar con ella.

Pasó una hora exacta, ya eran las once de la noche para ese momento y Perséfone seguía en la barra, ahora con un jugo de arándano que parecía sangre en un vaso alto frente a ella. En algún momento, todos comenzaron a contar anécdotas de la vida y vivencias del día a día en nuestra mesa y las risas se escapaban de nosotros y alguno que otro comensal volteaba a vernos con expresiones desaprobatorias. Y en ese lapso de risas y miradas pesadas, yo me escape y camine hacía la barra. 

Llevaba en la mano mi tarro de cerveza, como excusa para salir de ahí y me dirigí hacia donde ella. Al acercarme, pude ver con mayor claridad su belleza: era realmente hermosa. No había nada imperfecto en ella. Desde su cabello negro hasta las pecas pálidas en sus hombros, todo era hermoso e incluso los lunares en su cuello le daban un toque de belleza tan único y natural, que era inevitable no desearla.

Me recargue en la barra y llamé al barman.

- ¿Podrías, por favor, llenar mi tarro de nuevo? ¡Ah! Y además llevar otros ocho tarros a la mesa del centro. Comenta a los caballeros que van por cuenta de Eros. 
- Claro caballero, enseguida atiendo su orden.

No dije más y con una sonrisa, deslice un billete de una cantidad moderada hacia el barman. Este sonrió y asentó la cabeza en señal de "si". Pero Perséfone ni siquiera me volteó a ver, y eso que estaba a menos de cuarenta centímetros de ella. Ella seguí sumergida en su mundo y en la pajilla que llevaba el jugo de arándanos hacia su boca de deseo. Entonces, sin resistir más las ganas de escuchar su voz, le hablé.

- Hola.

No levantó la vista, ni tampoco se vio con intención de querer responderme. Solo suspiro y viró sus ojos hacia mi, sin dejar de trazar lineas sobre la barra azul. Sus ojos grises me escrutaron y sus cejas, tan negras como su cabello, abundantes y delineadas, se arquearon en señal de "¿necesitas algo?". Le sonreí, no se por que lo hice, pero le sonreí. Y ella me devolvió dicho gesto. Una sonrisa amable y de compasión. Esta vez le hice una pregunta.

- ¿Qué es lo que esperas hacer trazando tantas lineas con ese palillo en la barra?
- Encontrarle un sentido al diseño y entender por que la persona que lo creo, decidió hacerlo de esta manera.

Esa fue su respuesta. Yo no esperaba obtener una palabra de ella, en realidad, pero su voz, las palabras en su boca y articuladas con su voz tersa... era hermoso todo. Como escuchar hablar por primera vez a un ángel, y ella, este ángel, me regalo algo que no esperaba obtener.

- Debe ser un diseño bastante interesante, como para perder más de una hora sumergido en él.
- ¿Me has estado observando desde hace una hora, verdad?

Y ahí fue de nuevo, esa sonrisa deliciosa en sus labios de grana madura. Esa sonrisa que acabaría por torturar mis sueños, y estar presente en mis pesadillas.

- ¿Fui demasiado obvio acaso?
- Solamente no dejabas de mirar hacia acá cada vez que un hombre se acercaba...

No respondí nada.

- Y, ¿cómo debo llamar a esta bella dama que escruta diseños complicados en las barras de los restaurantes para descifrar el misterio de sus diseños?

Esta vez si volteo y me miró con cierta incertidumbre.

- ¿Así le hablas a todas las mujeres cuando apenas las conoces?
- No, no hablo así con todas las mujeres. Solo con las que merecen preguntas retóricas y largas... y que además son hermosas.

Hubo un silencio entre lo dos... uno largo y casi pude sentir como todo iba pasando en cámara lenta, hasta que ella habló de nuevo.

- Perséfone. Mi nombre es Perséfone.

Era el nombre más hermoso, enigmático y perfecto que mis oídos hubieran escuchado jamás. Perséfone, la diosa de la muerte. Perséfone, la mujer que me encantó aquella noche en un restaurante con pianos de fondo y risas lejanas. Perséfone, aquella dama blanca con sangre en los labios qué, sin control alguno, me llamaban como si mi propia vida estuviera ligada a ellos por un hechizo ancestral y que le destino había confabulado para tentarme a caer en ellos sin más.

- Soy Eros. Eros Rotielloni.

Platicamos largo rato en la barra. Yo me olvidé de Hazael y de Vladimir y de los demás que estaban disfrutando de las cervezas que había pagado. Me olvide de que incluso, a pesar de no conocer a esta dama, me había enamorado. Lo se, es estúpido, pero así fue. Me había enamorado perdidamente de su perfección y de su alma engañosa, lo que terminó conmigo.

La noche se hizo larga. El restaurante despidió a mis amigos, a los comensales y algunos meseros se fueron por turnos. Pero Ella y Yo permanecimos en esa barra hasta el amanecer. Desayunamos ahí y nos olvidamos de que ese día era lunes. Nos olvidamos de que ese día era uno nuevo y nos escapamos al terminar.

La tomé de la mano, la lleve hasta mi auto y la besé con desesperación. Y fue con mis besos y con sus labios, con los que me sentencié. Fue con sus labios y sus caricias, con las que mi ruina iniciaron y fueron sus caderas, sus curvas, sus pechos y su pelo, su aliento y sus ojos, sus respiración y mi fascinación, con las que comencé una historia, un destino que desconocía.

Un camino hacia la muerte.

Manejé hacia mi departamento en la zona centro de la ciudad. Mientras manejaba, admiraba cada centímetro de su anatomía. Me distraía a cada segundo y solo mi subconsciente me indicaba que debía mirar la avenida atestada de autos. Manejé rápido. Llegué al estacionamiento del edificio y bajamos, corrimos tomados de la mano al elevador y cuando las puertas se cerraron, nos dimos besos apasionados  Nos tocamos, nos acariciamos. Ella pasaba sus manos tras mi cuello y sobre mi cabello. Yo jugaba entre sus nalgas y las apretaba, pasaba mis manos tras su espalda. Jalaba sus cabellos negros y besaba su cuello, ella quitaba los botones de mi camisa y cuando creí que nos desnudaríamos en el ascensor, las puertas se abrieron en el último piso del edificio y la puerta hacia mi departamento apareció frente a nosotros. 

Corrimos como dos niños traviesos hacia la puerta. Entramos como dos borrachos de pasión y saltamos del sofá de la sala, a la cama de mi alcoba. Ella me terminó de quitar la camisa, pero dejó la corbata. Desabrochó mi cinturón y jugo con el y conmigo.

- Ahora regreso...

Me susurró al oído y caminó hacia la puerta del baño que se conectaba a mi recamara. Esperé unos minutos y ella se presentó ante mi sin prenda alguna, a excepción de un par de mallas negras y un par de zapatillas de charol negro. Caminó, meneando, bailando lentamente. Su cabello negro sobre su piel blanca eran casi imposibles. Y cuando estuvo cerca, se arrojo a mis brazos y me beso con fuerza. Mordió mis labios y nuestras lenguas se juntaron, se tocaron e intercambiamos el aliento muchos minutos.

Ella desnuda y yo con ganas de no tener nada. 

Estaba muy excitado besando su cuerpo.  Era algo imposible. A esta mujer, a esta diosa griega, la había conocido hacía solo unas cuantas horas atrás y ahora, como si tuviera una vida de relación con ella, estaba besando su cuerpo desnudo en mi cama. Y yo, un mortal seducido por su eternidad, me dejé llevar y dominar por su poder. La hacía mía, en mi cama. 

Sus mayas negras me pedían a gritos que las quitara de su cuerpo. Con mis dientes fui destapando sus piernas. Sus zapatillas negras, eran un trofeo precioso. Ella suspiraba, entrecortado, y gemía cuando mis dedos la tocaban o mis labios la besaban aquí o allá.

Sus manos retiraron mi pantalón de mis caderas y ambos nos quedamos desnudos uno ante el otro. La besaba a cada rato. Unía mis labios con los de ellas y besaba sus pechos. Chupaba sus pezones hasta que el néctar dulce e invisible que emanaban, salía y explotaba en mi boca. Bajaba mi boca hasta su cintura y lamia su piel perfecta. Pasé mi lengua en su entrepierna, me perdí en ella hasta que el éxtasis la gobernaba y solo placer en ella reinaba. Y la penetraba.

La penetré por horas. Me olvide de mi trabajo, de mis deberes, de mis obligaciones ese lunes y me perdí en Perséfone, mi bella y maligna rosa venenosa.

Fue el día de mayor gloria en mi vida y el día en que mi partida, se veía venir. El día que Perséfone me convirtió en su esclavo y en su amante. Fue ese el día, el placer más grande que tuve, cuando vi a la muerte a los ojos y le hice el amor.

miércoles, 19 de febrero de 2014

Vapor.



El agua corre entre las tuberías oxidadas de un departamento viejo en un edificio viejo. Hay madera que rechina en los estantes y polvo que vuela cuando la brisa del aire lo acaricia sobre las cómodas tapadas con sábanas blancas. En una mesa de centro de la época victoriana, hay un libro delgado y empastado en piel café. Hay dos palomas de porcelana colgadas sobre la pared y cuatro rosas de cristal transparente en un florero de diseño. 

El aire es pesado dentro del departamento. Hay mariposas nocturnas descansando sobre el desgastado papel tapis de la habitación y polillas revolotean alrededor de una lampara encendida... y mientras todo eso sucede en el ambiente, mientras afuera hay taxis sonando su claxon, autos que vienen y van, bicicletas que timbran sus campanas, mujeres charlando en algún café y hombre cerrando negocios en las mesas de algún restaurante lujoso y elegante; mientras el sol se pone en un atardecer del color del fuego y la luna se mueve como un fantasma sobre el cielo y las estrellas comienzan a salir de su sueño diario. Mientras los niños juegan en los parques, mientras la lluvia se forma en los océanos y los huracanes se alimentan con el calor de la tierra, son la fuerza de las aguas y el viento; mientras en los nidos los polluelos reciben el calor de sus madres y en alguna cueva, un minero descubre la gema mas hermosa y las mas grandiosa... yo te beso bajo la regadera.

Yo, este indefenso mortal, se deja seducir por el placer de tu eternidad.
Yo, una pieza de ajedrez, me muevo a tus ordenes en el tablero de nuestro placer.
Yo... tu.

Yo te beso en la boca, en los hombros, en el cuello... beso tus capullos. Beso tu alma misma y me dejo llevar en tu universo.

Te acaricio con mis manos de metal. Acaricio tu piel de porcelana, tan fina y tan perfecta.

El agua fluye por nuestros cuerpos en brazas. Hay chispas sobre nuestra piel y se logran ver los destellos del fuego entre las hebras y las grietas de nuestros cuerpos. El agua de la regadera las toca y como mariposas de papel, salen volando miles de gotas hechas gas y empapando el espejo, el crista de la regadera y las copas vacías sobre el jacuzzi.

Tu cabello cae como gruesas fibras sobre tus hombros y mis manos, mis dedos, se enredan en ellos. Hacen nudos que se desarman con el agua y se pegan a tu espalda. Las gotas el agua tibia, forman lagrimas en tus ojos cerrados y se caen como diamantes líquidos sobre tus labios de grana. 

Acaricias mi nuca con tus yemas suaves y tus uñas adornadas juguetean en mi corto cabello negro. Hipnotizas mi aliento con el tuyo. Me haces volar con cada beso.

El agua nos abraza cada vez más. Nos enciende como a un volcán cada vez más. Nos hace arder, somos dos piezas de carbón en un charco de placer y nos cubrimos bajo la niebla del vapor que rodea nuestro santuario. El vapor va cubriendo cada centímetro de nuestro nido, nuestra guarida.

La tuberías empiezan a temblar. La regadera se comienza a cubrir de chispas ahí donde el agua sale a chorros. El suelo se va perdiendo entre un remolino azulejos qué va formando figuras diversas y múltiples colores. Las paredes se caen. El techo de eleva alto. Muy alto. Ya no estamos en aquel departamento. Ya no estamos en aquel baño. Ya no estamos en ningún lugar, en realidad.

Solo el vapor nos rodea.

Solo el vapor y un universo nos abraza. Una nube de amor y pasión nos cubre, y brillamos en el firmamento.

Somos dos estrellas en el cielo.

Somos dos estrellas cubiertas por vapor.



Carlos Duarte

jueves, 13 de febrero de 2014

Tras el velo de la ventana.


Hoy no soy el mismo de siempre. Hoy no soy el romántico amante que recita poemas al oído de su dama. Que escribe sonetos inspirado en su cuerpo, en su cabello, en su mirada que encierra al universo. No. 

Hoy no soy delicado

Esta fría la habitación. Hay una cama grande frente a mi. Una sabana de seda negra la esconde y las luces en las paredes iluminan mi alrededor con tonos violetas, rojos y azules. Una lampara blanca, con un brillo tenue y seductor. Iluminan solo la mitad de su cuerpo, su perfecto cuerpo de mujer escondido en una esquina en sombras.

Ella camina. Lento. Pausado. Con gracia. Es sensual su balanceo. Seductor su aroma. Camina hacia mi, como un gato ronroneando, como una fiera mansa y domada. Su cabello negro se pierde en el fondo oscuro de las sombras. Su piel es delicada, como el pétalo fino de una flor, como las finas laminas del hielo de invierno. Camina, se balancea... su perfume me embriaga. Hace que algo feroz y salvaje despierte en lo más profundo de mi centro. 

Lleva encima una fina lencería negra con encajes plateados. La hacen parecer una pieza de porcelana y obsidiana. Sus brazos me rodean el cuello y sus labios de carmín me besan con dulzura. Un fuero interior comienza a calentar mi cuerpo. La tomo por la cintura. Mis manos, mis brazos abarcan todo su cuerpo y se acomodan en él fácilmente. Es ese familiar calor el que los guía y los va posicionando en toda su anatomía. 

Mis manos bajan hasta sus glúteos, hasta sus piernas. Suben por su espalda y la toman del cuello. Estamos parados. La beso con deseo. Beso sus labios con pasión. Beso su cuello de perdición. Beso sus hombros, sus senos y regreso a su boca. La pego más a mi. La hago sentir mi cuerpo de forma qué, si fuéramos magma, nos fundiríamos y nos volveríamos un volcán en erupción.

Ella me sigue abrazando del cuello y mientras me pierdo en su boca y ella en la mía, la tomo de las piernas y la levanto del suelo. Ella me abraza la espalda con sus piernas. Camino hacia la cama de seda negra y la deposito sobre ella. La contemplo un momento. Grabo en mi memoria la inocencia de su cara, pues pronto la perderá. Pronto perderá esa luz en su mirada y en su lugar, una llama ardiente se plasmará.

Regreso a su boca. Mis manos bajan cada vez más en ella. Recorren sus piernas, sus pantorrillas. Acarician la curva de su cintura. Ella solo se deja llevar. Sostiene mi rostro y me pega hacia ella cada vez con más fuerza. Con más deseo. Me desconecto de sus labios y una nube de vapor escapa de nuestras bocas. Desabrocho su sostén de encajes plateados y satén negro. Deslizo mis dedos tras su espalda y desprendo el broche que abraza el sostén. Mi boca baja a uno de sus hombros y con mis dientes retiro la fina tira de satén que mantiene la prenda en su lugar. Voy quitando despacio el sostén y mis manos juegan con sus senos... paro de repente.

Me levanto y sonrío al verla. Pero mi sonrisa no es una sonrisa de alegría. No. Esta sonrisa es una sonrisa de coqueteo. Una sonrisa picara. Erótica. Me levanto de la cama y camino hacia el buró que sostiene la lampara blanca. En las paredes, las luces aún siguen bailando entre tonos fríos y cálidos. Sobre el buró hay una cinta de tela aterciopelada. Es considerablemente larga y muy suave... también hay un par de esposas plateadas.

Tomo ambas. Ella esta siguiéndome con su mirada mientras tomo los juguetes y camino de un lado a otro... pero hay algo en ella. Algo en su mirada:  curiosidad.

Me paro de frente a su cuerpo. En una mano llevo la cinta de terciopelo negro y en la otra las esposas plateadas... y le ordeno: alza las manos. Ella levanta su par de manos de papel y me mira fijamente. Su boca dibuja una ligera sonrisa de confianza. Dejo la tira de terciopelo en un lado de la cama y abro las esposas. Tomo sus manos y las encierro en ellas. Una ligera mueca de dolor se refleja en su rostro al sentir la presión de las esposas en sus muñecas, pero desaparece tan rápido como llegó. Recojo la tira de terciopelo negro de la cama y la observo. Ella me observa a mi también. Nos miramos y grabo de nuevo su mirada en mi cabeza. Se qué pronto esos ojos que guardan a las estrellas, estarán invadidos por miles de soles ardientes y en explosión.

- Date la vuelta...- le ordeno.

Ella gira su cuerpo y su cabello negro hace malabares sobre la seda negra. Me subo a la cama y la tomo de los brazos. La siento y comienzo a lamer sus orejas y a tocar sus senos. Beso su cuello y escucho como su respiración empieza a agitarse cada vez más y a entre-cortarse cada vez más. 

- Prepárate para sentir...- le advierto.

Levanto la cinta sobre su cabeza y cubro sus ojos con ella. Le vendo la mirada y amarro la cinta para asegurar que no pueda ver nada. 

Ahora es mi prisionera en esta habitación. Ahora yo soy su amo. Ahora ella es mi sumisa. Y es ahora que la bestia que se esconde tras mi cárcel de huesos, empieza a escapar sin que yo lo pueda controlar.

Empiezo a besar su espalda. A lamer su espalda. Dibujo figuras secretas en su piel con mi lengua. Voy dejando caminos húmedos en todo su cuerpo. Senderos de placer en el bosque de su alma. Mis manos no se quedan quietas. Juegan con sus pechos, con su vientre. Con su cuello y con su boca. Mis dedos acarician sus labios como su fueran dos tulipanes rojos, juegan con sus senos como si fueran juguetes diseñados solo para ellos. Para su propia diversión y para crear en ella placeres celestiales. La pongo sobre la cama boca abajo y voy bajando poco a poco mi cabeza hacia la curva que se forma entre el final de su espalda y los arcos de sus glúteos. Mientras lo hago, voy dejando besos en toda su piel y cuando llego hasta esa curva de peligrosa perdición, la tomo por la cintura y le ordeno que gire.

Ella lo hace de manera ágil y muy fácil. Los pezones de sus pechos asimilan a dos firmes torres en la cima de una colina perfectamente formada. Sus bragas de encaje están frente a mi rostro. Mis ojos se deleitan al ver el destello plateado del encaje y el brillo del satén, que simula un cielo nocturno. Mi boca baja hacia el encaje y con mordidas voy retirando las bragas de su cuerpo. Jalo con delicadeza. Con paciencia. Mis manos terminan de sacar de ella toda la prenda y queda completamente desnuda ante mi. Y lo que mis ojos ven al admirarla sin ninguna armadura que esconda sus belleza más pura, es perfecto. Es hermoso y me excita sobremanera.

Regreso a su vientre y beso y lamo su piel. Hago círculos sobre sus pechos. Repaso mi lengua sobre su cuello. Recorro todo su cuerpo hasta llegar a su entrepierna y una vez estando ahí, me pierdo en ella. Me pierdo en su pureza. En su intimidad. Me adueño de su tesoro secreto y la hago delirar entre suspiros y gemidos acelerados y entrecortados...

Juego con ella vario rato. La hago disfrutar y encender los soles en sus ojos... y cuando todo está preparado, regreso a la cama. Me quito los pantalones de satén negro que llevo puestos. Mi deseo se hace presente y me siento duro y firme entre las piernas. Estoy desnudo ante ella, pero no puede verme. Solo yo puedo verla y ella no sabe que haré ahora. La acomodo muy pegada a la cabecera de la cama. Pongo almohadas bajo su cabeza y la acaricio mientras lo hago. Ella solo sonríe; en parte por que no sabe lo que hago y tiene curiosidad. En parte por que esta disfrutando de mis manos sobre su piel. Y cuando esta cómoda y en posición, me subo sobre ella y gateo hasta su rostro y la beso en la boca varias veces, pero no permanezco ahí. Voy subiendo y subiendo y mi pecho, mi abdomen van pasando frente a ella sin que lo vea, hasta que mi entrepierna queda de frente a su rostro y mi miembro frente a su boca.

- Abre la boca- le digo. Ella lo hace con una sonrisa tímida.
- Bésame.- le ordeno.

Y ella me besa. Me besa lentamente, como si no supiera exactamente que es lo que esta haciendo; pero esa duda desaparece muy rápido y sus manos esposadas suben hacia mi cuerpo y toman mi miembro y comienzan a jugar, a sacudir, a acariciar y a hacer de todo en él. Su boca ya no es tímida. Se pierde en mi y el placer en mí va aumentando. Mi respiración se agita. Mis latidos aumentan. Mi corazón parece una bomba de tiempo, un bombo que golpea cada vez más fuerte y mi garganta empieza a dejar libres gemidos momentáneos. Me muevo, me balanceo cada vez más y admiro como ella deja perder mi intimidad en la tibia humedad de su boca...

Cuando decido que es suficiente, la tomo del cabello y la detengo. Ella quiere continuar, pero yo le digo que no. Que esta noche no se hará lo que ella quiera. Que esta noche haremos lo que a mi me plazca.

Me levanto y la jalo más al centro de la cama. Un gemido se escapa de su garganta. Ella muerde sus labios mientras repaso mis manos sobre su piel desnuda. Está erizada. Los bellos de piel de cristal brotan como capullos a punto de reventar en primavera. Me subo sobre ella. Ambos estamos desnudos en una cama de seda negra y lujuria violeta.

Estoy de cara frente a ella y acaricio su mejilla, acerco mi boca a su oreja izquierda y le susurro: te haré viajar conmigo a las estrellas y volver en un mar de fuego solar. Y sin más preámbulo, empiezo a hacer lo que con tantas ganas he guardado.

La tomo de las manos, sus manos apresadas, y extiendo sus brazos por encima de su cabeza. Sus senos quedan firmes y apuntando hacia arriba. Le ordeno que mantenga las manos en esa posición y que si las baja, sufrirá un castigo. Ella asiente sin dejar de jadear y me pide que la penetre, que la penetre de una vez o no podrá resistir más. Yo sonrío, me deleito en su deseo y besando sus labios le digo: como usted lo pida.

Abro sus piernas como se abren los lirios en los lagos para recibir el rocío matutino. La toco y ella arquea su espalda cuando lo hago. Penetrame, vuelve a solicitarme. Penetrame, por favor. Amo, hagame suya por favor... amo... Y escuchando como se desvive por sentirme dentro, la penetro. De forma suave. Con delicadeza. Con ternura y la dejo sentir mi carne en la suya y nos volvemos uno solo. Fusionamos nuestros universos y creamos supernovas al contacto. 

Yo tiro, ella jala. Yo tiro y ella vuelve a jalar. Y así se va creando una danza de placer y de pasión y con movimientos acelerados, pausados. Con contracciones y con presiones, vamos descubriendo las fronteras mismas del universo y conociendo un plano diferente, algo que no se conoce con la mente. Un mundo o un lugar dónde solo ella y yo existimos.

Ella gime cada vez más rápido. Yo tiro cada vez mas veloz. Ella trata de bajar las manos y le ordeno NO. Sostengo sus manos sobre su cabeza y beso su boca. Beso sus pechos. Beso su cuello. Beso su alma. Ella empieza a gritar, a gritar muy fuerte. Pero su grito no es de dolor. Su grito es de placer. Y cuando escucho esos gritos desesperados, mi cuerpo reacciona y penetra más rápido y más fuerte. Y entonces, entre el vaivén de mi cuerpo contra el suyo, una ráfaga tibia y húmeda me abraza y siento como ella va dejando que el placer la desarme y la deje a mi merced. Entonces paro.

Paro en seco. Y veo como ella se contrae al sentir mi cuerpo fuera del suyo. Sonríe. Sonríe mucho y sin parar. Eso me da un gusto tremendo. Una excitación bestial y sin decirle nada, la tomo de las caderas y la pongo boca abajo. Noto como su rostro hace gestos diferentes: felices, dudosos, pícaros, de deseo...

Sostengo sus glúteos. Sus nalgas de deseo. Mis manos las acarician y comienzan a dar palmadas suaves en ellas. Ella deja escapar un pequeño grito ahoga de su garganta y una sonrisa pícara aparece en su boca. Vuelvo a dar una palmada, ahora más fuerte y una mueca de placer reemplaza esa sonrisa que antes reflejaba su boca. Eso me enciende. Me voy recostando sobre su cuerpo, lentamente voy dejando posar mi cuerpo sobre su espalda, y le susurro al oído  tomaré de ti la virginidad... y me pierdo en su derrière.

Choco mis caderas con su glúteos. Penetro lentamente, con suavidad. El dolor es pasajero y pronto el placer comienza a dominarnos. Primero a mi, luego a ella y rápidamente estamos ambos sumergidos en un océano de delicias y deleites. De placeres y de pasión, y nos dejamos llevar a ese universo que no existe para los demás. Tiro con fuerza, ella gime. Me balanceo rápido, salvaje. Ella grita. Grita por que disfruta. Yo gimo, el placer, las sensaciones son distintas. Ella empuja su cuerpo contra el mío. Sus manos esposadas la sostienen en el colchón y su mirada tapada, la hace sentir cosas que no conocía. Pronto se deja vencer por el goce y cae en rendida en la cama. Solo sus dos lunas se mantienen arriba, pegadas a mi. Prendidas en mi, y yo sostengo sus caderas y no las suelto. Las sostengo como si fueran el más preciado tesoro en los 7 mares y me aferro a ellas, como si de eso dependiera mi vida.

Jalar, tirar, jalar, tirar, bailar, danzar, sentir, gozar, disfrutar... compartir.

Y en una explosión de magnitudes espectaculares y sensaciones hilarantes, la supernova en nuestros cuerpos se esparce, se contrae y por fin detonamos como dos estrellas a punto de crear un caos en el universo. 

La cama esta hecha un desastre. La sábana de seda negra, ahora es un manojo de tela suave y oscura en medio de nosotros. Las luces rojas y violetas y azules, se han quedado congeladas. El aire en la habitación es denso. El perfume en el aire es delicado, un suspiro de rosas y lirios que flota en un espacio puro. La lampara blanca esta en el suelo, algo se ha roto en ella pero no nos importa. Las bragas y el sostén de satén negro y encaje plateado y el pantalón de satén negro, permanecen en el suelo, como sombras congeladas, paralizadas por una fuerza superior y por el dios que controla el tiempo. 

Remuevo las esposas de las manos de mi dama. Hay marcas en sus muñecas. Su piel está rosada ahí dónde las muñecas chocaban y la presionaban. Las beso, las beso mucho. Voy recorriendo a besos su cuerpo. Hay sudor en su piel. Hay sudor en mi piel. El sudor es como rocío de madrugada sobre nuestros cuerpos a mil grados. Beso sus brazos, beso sus hombros, beso su cuello y llego a su boca... y con cuidado voy retirando la venda de terciopelo. Ella no abre los ojos, los mantiene cerrados mientras nos besamos. Nos besamos mucho rato. Nos acariciamos, respiramos en el cuello del otro y regresamos a los besos. Ella abre los ojos al terminar nuestro ritual y me mira. Yo la miro. Ambos nos miramos y nos dejamos llevar por el universo en nuestras pupilas, hasta perdernos en las estrellas de nuestra alma...

La habitación ahora esta en silencio. Las luces rojas, violetas y azules se empiezan a apagar y la noche nos observa desde el cielo en nuestra cama desordenada.

Carlos Duarte

miércoles, 12 de febrero de 2014

Psique Ψ






Psique (en griego la palabra quiere decir “alma”) era una princesa de una belleza tan extraordinaria que la misma diosa Afrodita estaba celosa de ella.


Sin embargo, Psique era tan bella que seguía virgen porque su belleza sobrehumana asustaba a sus pretendientes. Afrodita ordenó a su hijo Eros, el dios del amor, que castigara a la atrevida mortal. Por eso, algún tiempo después, un oráculo mandó al padre de Psique, bajo la amenaza de una terrible calamidad, que llevara a su hija a una roca solitaria donde sería devorada por un monstruo. 

Pero el dios Eros, cuando vio a la muchacha que tenía que morir en la boca del monstruo que la esperaba abajo, quedó tan impresionado por su belleza que tropezó y se pinchó con una de sus propias flechas -esas flechas que utilizaba de manera tan eficaz para llevar el amor súbito tanto a los mortales como a los dioses-. 

Así fue como Eros se enamoró de la persona que su madre le había mandado eliminar. Temblando, pero resignada, Psique estaba esperando en su roca solitaria la ejecución del oráculo, cuando de repente se sintió suavemente elevada por los vientos; era Céfiro, el viento del Oeste, que la llevó a un valle donde quedó dormida, sobre un verde césped. 

Al despertar, Psique descubrió ante si un magnífico palacio de oro y mármol que comenzó a explorar. Las puertas se abrían y voces incorpóreas la guiaban y se presentaban como sus esclavas. 


Cuando cayó la noche y Psique estaba a punto de dormirse, un misterioso ser la abrazó en la oscuridad, explicándole que él era el esposo para el cual estaba destinada. Ella no conseguía ver sus rasgos, pero su voz era dulce y su conversación llena de ternura. Su matrimonio se consumó, pero antes de que volviera la aurora, el extraño visitante desapareció, haciéndole prometer primero a Psique que jamás intentaría ver su rostro. 


Psique no estaba descontenta con su nueva vida. No le faltaba de nada excepto su encantador esposo, que sólo iba a visitarla en la oscuridad de la noche. Sin embargo, fue presa de la nostalgia y una noche pidió a su marido que la dejase visitar a sus hermanas. Eros accedió a cambio de lo que le había hecho prometer a Psique. 

Visitó entonces a sus dos hermanas que, devoradas por la envidia, sembraron en su corazón las semillas de la sospecha, diciéndole que su esposo debía ser un horrible monstruo para esconderse así de ella. La criticaron tanto que una noche Psique, a pesar de su promesa, se levantó de la cama que compartía con su esposo, con disimulo encendió una lámpara y la sostuvo encima del misterioso rostro. 

En vez de un espantoso monstruo, contempló al joven más hermoso del mundo -el propio Eros-. A los pies de la cama estaban su arco y sus flechas. En su conmoción y su gozo, Psique tropezó y se pinchó con una de las flechas, y por eso acabó por enamorarse profundamente del joven dios que antes había aceptado por haberse enamorado él de ella. Pero su movimiento hizo que una gota de aceite caliente cayera sobre el hombro desnudo del dios. Él se despertó enseguida, regañó a Psique por su falta de palabra e inmediatamente desapareció. 

El palacio desapareció también, y la pobre Psique se encontró en la roca solitaria otra vez, en una espantosa soledad. Al principio pensó en suicidarse y se tiró a un río que había cerca de allí, pero las aguas la llevaron suavemente a la otra orilla. 

Desde entonces ella vagó por el mundo en busca de su perdido amor, perseguida por la ira de Afrodita y obligada por la diosa a someterse a cuatro terribles pruebas, que consiguió superarlas una tras otra, gracias a la ayuda de las criaturas de la Naturaleza -las hormigas, los pájaros, los juncos-. 

Finalmente tuvo que descender incluso al mundo subterráneo, a donde ningún mortal puede ir. Tenía que pedirle a Perséfone un frasco de agua de Juvencia -en otras versiones una caja- que le estaba prohibido abrir. Psique desobedeció movida por la curiosidad y quedó sumida en un profundo sueño. 

Al final, conmovido por el arrepentimiento de su infeliz esposa, a la que nunca había dejado de amar y proteger, Eros despertó a Psique de un flechazo de su sueño mortal y, subiendo al Olimpo, le pidió permiso a Zeus para que Psique se reuniera con él. 

Zeus se lo concedió y le otorgó a Psique la inmortalidad, dándole de comer la Ambrosía. Afrodita olvidó su rencor y la boda de los dos enamorados se celebró en el Olimpo con gran regocijo. 

Simbología: Psique, literalmente, quiere decir “soplo”, es el alma, y el nombre de una clase de mariposas. El arco y las flechas son símbolo de Eros, el amor.

jueves, 6 de febrero de 2014

Poemas a la Luna. Poema 4.



Estaba caminando por un sendero plateado,
era blanco y sus rocas brillaban bañadas por agua,
agua salada.
Agua de mar.

Había conchas bajo mis pies y una espuma gris se arremolinaba entre mis dedos.
Dos gaviotas negras pasaron sobre mi cabeza,
el cielo estaba obscuro.
No había estrellas.
No había luz.
Solo nubes grises y aguas negras.

El firmamento era tinta negra que se extendía
y que se expandía por todo el horizonte.

Una tortuga inmensa nadaba en la orilla
era una de esas criaturas hermosas y grandiosas,
una verdadera maravilla.

Habían rocas en la lejanía
y apreciaba siluetas sobre ellas,
eran delgadas y femeninas,
mujeres en el mar.

Mujeres de cabellos largos y húmedos,
no reían ni tampoco hablaban.
Ellas cantaban.
Cantaban en un idioma diferente,
pero su melodía, era universal.

Y sobre el cielo, un halo se fue filtrando.

Una luz blanca y fría fue naciendo,
las nubes se fueron desvaneciendo,
las estrellas comenzaban a salir
y la Luna comenzaba a emerger.

Era Luna Llena esa noche
y la antorcha de fuego frío
alumbraba mi plateado y pedregoso camino.

lunes, 3 de febrero de 2014

Un caballero de humo.


Es sereno todo en su mente y liviano como una pluma.
Es incluso más ligero que el aliento.
Menos pesado que el aire.
Y tan denso como la niebla de la mañana.

Hay un volcán en su cabeza.
Ese volcán hace erupción cada mañana.
Cada tarde.
Cada anochecer.

Es un tormento. Una carga.
Es su carga.
Su pena.

El caballero de humo, un ente ni vivo
ni muerto.
Es como un fantasma, como una sombra.

Había una vez un hombre que destilaba amor
en cada poro de su cuerpo.
Ese hombre estaba locamente enamorado,
de una dama de cristal,
una mujer de hielo claro
y cabellos de oro.

Era su razón de ser,
el por qué de sus poemas,
la inspiración de sus canciones.
Ella era la musa en su arte.

El era el menos atractivo del mundo.

Con poca gracia y talento limitado,
con ningún atributo y poco adornado,
sin algo atractivo en su rostro y con orejas de ratón,
un poco asombroso,
pero feo, en todos los aspectos.

No era una estatua de ángel,
ni el David de Miguel Ángel,
era tan común y tan normal
y ella tan hermosa y sobrenatural.

Pero él la amaba.
La amaba como si por ella respirara,
como si por ella existiera,
como se ella fuera la joya mas rara y hermosa,
la mas codiciada y preciosa.
Y la cuidaba, como un regalo divino.

Pero cuál fue su desgracia,
su desdicha y deshonra.
Ella no lo amaba,
como el la idolatraba.
Ella no sentía ese amor,
como él lo decía; para él era como un clamor,
un clamor a la vida,
a la mujer de su vida...

Y no lo amó.

Ella lo rechazó.

Los suelos se abrieron en ese momento,
el cielo se hizo negro y rojo.
Un lienzo pintado con sangre y carbón.
El aire se volvió pesado.
Los árboles se volvieron sombríos.
La luna desapareció y en su lugar un agujero
del color del odio permaneció.
Verde como la maldad era.

Ella perdió su brillo ante los ojos de él.
Se fue evaporando de su vista.
Él mismo se fue convirtiendo en vapor.
Vapor gris.
Vapor negro.
Vapor de nada y de nadie.

Se convirtió en humo.

Su pesar, su dolor, su desgracia,
se fueron entremezclando.
Se fueron fusionando y lo fueron dejando
en un estado intocable.
Impalpable.
Era un ser atrapado entre la vida y la muerte.

Como un fantasma,
pero no estaba muerto.
Conservaba su alma, aunque ya no la sentía.
Conservaba su corazón,
aunque este ya no latía.
Conservaba sus ojos,
aunque con ellos, ya nada veía.

La dama de cristal, huyó,
se escondió de aquel ser repugnante,
de aquella forma horripilante.
Por que no era humano ser así:
Un ser de humo y oscuridad.

Ese caballero aún permanece entre los vivos y los muertos,
como una sombra, como un recuerdo.

Viviendo en las profundidades de la tierra, donde el fuego domina,
donde el humo abunda.
Donde puede ser libre, ser bello y ser único.

El volcán en su mente hace erupción:
cada mañana,
cada tarde,
cada noche.

sábado, 1 de febrero de 2014

Karou.


Ella estaba sentada sobre una roca morada,
una gema gigante tallada y pulida,
un enorme diamante que brillaba.
Era divina.

Ella tenía dos alas de murciélago tras su espalda
y de su cabeza salían dos cuernos brillantes,
eran de gacela y brillaban como el diamante.

Su rostro bello y tranquilo,
recordaba a los días de otoño,
con su aliento fresco y sus hojas secas,
ella era un bello retoño.

Tenía cintura de mujer y brazos de mujer,
cuello esbelto y elegante,
sonrisa hermosa y deslumbrante.

Ella estaba enamorada de un ser celestial,
de un enemigo mortal.
Pues quimeras y serafines no pueden ser amantes,
es contra las leyes y la lealtad
a una nación de demonios mitad hombre y animal.

Ella amaba a un tal Akiva,
un guerrero, un asesino.

Ella se entregó a Akiva,
y él se unió a ella.

Y fueron uno varias lunas.

Pero la felicidad en ese mundo,
el mundo quimérico, el mundo serafín,
es una ola en declive,
pues nada es seguro, todo es caos.

Fue su hermanastra, llena de celos y odio,
quien traicionó su confianza.

Aquella a quien ella resucitó,
aquella en la que su fe depositó,
a esa criatura con cara de chacal,
con patas de leona y ojos de ladrona,
fue quien la mató.

Pero eso es historia.
Es cosa del pasado.

Ahora Karou vive en este universo alterno,
esta realidad mundana
y se viste con ropas terrenales
y tiene apariencia humana.

Sin embargo,
a pesar de todos los dibujos que la abrazan
y que en su piel serpentean,
algo la hace diferente,
algo la hace especial:
son ese par de Hamsas en sus manos.

Esos ojos que la vigilan día y noche,
cuando están sus palmas contra su cara.

Fueron un regalo, una oportunidad,
de su padre adoptivo:
una quimera con forma de carnero
y pecho de hombre.
Su nombre, Brimstone.

Hamsas que le dieron un arma y una identidad...

Pero Karou significa algo,
es un nombre digno:
es la Esperanza.

La que una vez se llamó Madrigal,
ahora era un capullo hermoso y delicado,
una esperanza en medio de la perdición:
Karou, la esperanza.

Karou es Esperanza.

Karou...
la bella canción en un campo de desilusión.