Spotify

viernes, 21 de febrero de 2014

Zapatillas, charol y mallas negras.



Soy la tentación y la discordia. La Manzana que te incita a pecar. El Diamante de Sangre que pide a tus ojos tomarme. Soy el pecado encarnado y el deseo materializado.

Soy Perséfone. La diosa que hará a los mortales morir ante mis muchos encantos...

Soy la que lleva la muerte.

Esa fue la sentencia que ella me dio mucho tiempo antes de que cayera, como un estúpido, en sus redes de pasión y encanto. Antes de que me embriagara en sus muchos licores y perfumes venenosos. Antes de que dejara impregnada en mi alma el sello de sus labios y las cicatrices de sus uñas rasgando mi espalda, como un gato afilando sus garras en la suavidad de un sofá. 

La noche en que la conocí, fue una de esas noches inolvidables. Fue en un bar elegante, no en una discoteca de mala muerte ni llena de humos y vapores extraños. No, nada de eso. Ella estaba en la barra de aquel restaurante, el cual no recuerdo su nombre, pero si su aroma: tabaco de habanos y vino de Borgoña. 

Era el trigésimo aniversario de cumpleaños de mi mejor amigo de la infancia, Hazael. Y como cada año desde hacía veintitrés primaveras, celebrábamos sus años en algún lugar diferente. Cuando lo conocí, tenía yo 6 años y el 7. Eramos vecinos en aquel entonces y jugábamos en la casa del árbol que su padre había construido meses antes de que se separa de su madre. Pero ese no es el punto en mi relato. El punto es ella, la mujer de piel blanca y labios rojos que jugueteaba con frutas su boca. Perséfone.

Perséfone repasaba sus carnosos y deliciosos labios rojos con la piel de una cereza grande y brillante. Los acariciaba como si fueran pétalos de tulipanes, igualmente rojos. Tenía una copa de martini frente a ella, pero la copa no estaba llena de martini, tenía vodka y había otras dos cerezas igual grandes que la que tenía en la mano, dentro del delicioso veneno transparente.

Ella vestía un pegado y entallado traje negro. Llevaba el cabello semi-recogido en un chongo y la otra parte que no estaba entrelazado en su peinado, colgaba como listones negros de su cabeza. Su piel blanca, tan pura y finamente blanca, resaltaba sobre todo lo que llevaba puesto. Era una mujer de alabastro cubierta con sedas negras. Sus ojos grises escrutaban los patrones del mosaico de la barra, mientras sus dedos recorrían aquellas formas, como si fueran caminos o laberintos interminables. Tenía puestas medias negras ese día y sus zapatillas plateadas jugueteaban el suelo de mármol del restaurante.

Había dos hombres que le hablaban, uno a su izquierda y otro a su derecha. Ambos se veían muy interesados en la musa de las cerezas, pero ella los ignoraba como si se tratara de dos rocas sucias y cubiertas de moho. 

Uno de ellos le extendió una tarjeta negra con detalles en dorado. Ella la tomo y le concedió una ligera y pobre sonrisa a aquel extraño, y apenas este se dio la vuelta, la tarjeta voló por los aire y aterrizo sobre un carrito repleto de los muertos de una de las mesas cercanas.

Y Perséfone continuo recorriendo sus labios con las cerezas y saboreando el sabor del vodka con ellos.

Mientras Hazael y otros compañeros de la vida bebíamos Champagne  y cervezas; Perséfone continuaba pidiendo martinis en la barra, revisanba algo en su teléfono móvil y concentraba sus bellos ojos en los patrones de la barra. Parecía estar esperando a alguien en aquella triste barra azul topacio.

Vladimir, un viejo amigo ruso hablo en la mesa del festejo.
- Amigos míos, esta noche ha sido maravillosa. Después de un año sin verlos, me siento muy alegre de poder pasar estos espectaculares momentos, en este espectacular lugar y disfrutando de estas grandiosas cervezas importadas. Propongo un brindis con Champagne, para celebrar a nuestro apreciado Hazael y por nuestro reencuentro después de tanto tiempo.

Todos levantamos las copas con Champagne, algunos de los otros las ignoraron y subieron sus tarros de cerveza cual vikingos y brindamos y bebimos y reímos por nuestra felicidad y por nuestro festejo. Pero yo, a pesar de que me mantenía en aquella mesa llena de amigos y conocidos, deseaba ir a la barra y hablar con ella.

Pasó una hora exacta, ya eran las once de la noche para ese momento y Perséfone seguía en la barra, ahora con un jugo de arándano que parecía sangre en un vaso alto frente a ella. En algún momento, todos comenzaron a contar anécdotas de la vida y vivencias del día a día en nuestra mesa y las risas se escapaban de nosotros y alguno que otro comensal volteaba a vernos con expresiones desaprobatorias. Y en ese lapso de risas y miradas pesadas, yo me escape y camine hacía la barra. 

Llevaba en la mano mi tarro de cerveza, como excusa para salir de ahí y me dirigí hacia donde ella. Al acercarme, pude ver con mayor claridad su belleza: era realmente hermosa. No había nada imperfecto en ella. Desde su cabello negro hasta las pecas pálidas en sus hombros, todo era hermoso e incluso los lunares en su cuello le daban un toque de belleza tan único y natural, que era inevitable no desearla.

Me recargue en la barra y llamé al barman.

- ¿Podrías, por favor, llenar mi tarro de nuevo? ¡Ah! Y además llevar otros ocho tarros a la mesa del centro. Comenta a los caballeros que van por cuenta de Eros. 
- Claro caballero, enseguida atiendo su orden.

No dije más y con una sonrisa, deslice un billete de una cantidad moderada hacia el barman. Este sonrió y asentó la cabeza en señal de "si". Pero Perséfone ni siquiera me volteó a ver, y eso que estaba a menos de cuarenta centímetros de ella. Ella seguí sumergida en su mundo y en la pajilla que llevaba el jugo de arándanos hacia su boca de deseo. Entonces, sin resistir más las ganas de escuchar su voz, le hablé.

- Hola.

No levantó la vista, ni tampoco se vio con intención de querer responderme. Solo suspiro y viró sus ojos hacia mi, sin dejar de trazar lineas sobre la barra azul. Sus ojos grises me escrutaron y sus cejas, tan negras como su cabello, abundantes y delineadas, se arquearon en señal de "¿necesitas algo?". Le sonreí, no se por que lo hice, pero le sonreí. Y ella me devolvió dicho gesto. Una sonrisa amable y de compasión. Esta vez le hice una pregunta.

- ¿Qué es lo que esperas hacer trazando tantas lineas con ese palillo en la barra?
- Encontrarle un sentido al diseño y entender por que la persona que lo creo, decidió hacerlo de esta manera.

Esa fue su respuesta. Yo no esperaba obtener una palabra de ella, en realidad, pero su voz, las palabras en su boca y articuladas con su voz tersa... era hermoso todo. Como escuchar hablar por primera vez a un ángel, y ella, este ángel, me regalo algo que no esperaba obtener.

- Debe ser un diseño bastante interesante, como para perder más de una hora sumergido en él.
- ¿Me has estado observando desde hace una hora, verdad?

Y ahí fue de nuevo, esa sonrisa deliciosa en sus labios de grana madura. Esa sonrisa que acabaría por torturar mis sueños, y estar presente en mis pesadillas.

- ¿Fui demasiado obvio acaso?
- Solamente no dejabas de mirar hacia acá cada vez que un hombre se acercaba...

No respondí nada.

- Y, ¿cómo debo llamar a esta bella dama que escruta diseños complicados en las barras de los restaurantes para descifrar el misterio de sus diseños?

Esta vez si volteo y me miró con cierta incertidumbre.

- ¿Así le hablas a todas las mujeres cuando apenas las conoces?
- No, no hablo así con todas las mujeres. Solo con las que merecen preguntas retóricas y largas... y que además son hermosas.

Hubo un silencio entre lo dos... uno largo y casi pude sentir como todo iba pasando en cámara lenta, hasta que ella habló de nuevo.

- Perséfone. Mi nombre es Perséfone.

Era el nombre más hermoso, enigmático y perfecto que mis oídos hubieran escuchado jamás. Perséfone, la diosa de la muerte. Perséfone, la mujer que me encantó aquella noche en un restaurante con pianos de fondo y risas lejanas. Perséfone, aquella dama blanca con sangre en los labios qué, sin control alguno, me llamaban como si mi propia vida estuviera ligada a ellos por un hechizo ancestral y que le destino había confabulado para tentarme a caer en ellos sin más.

- Soy Eros. Eros Rotielloni.

Platicamos largo rato en la barra. Yo me olvidé de Hazael y de Vladimir y de los demás que estaban disfrutando de las cervezas que había pagado. Me olvide de que incluso, a pesar de no conocer a esta dama, me había enamorado. Lo se, es estúpido, pero así fue. Me había enamorado perdidamente de su perfección y de su alma engañosa, lo que terminó conmigo.

La noche se hizo larga. El restaurante despidió a mis amigos, a los comensales y algunos meseros se fueron por turnos. Pero Ella y Yo permanecimos en esa barra hasta el amanecer. Desayunamos ahí y nos olvidamos de que ese día era lunes. Nos olvidamos de que ese día era uno nuevo y nos escapamos al terminar.

La tomé de la mano, la lleve hasta mi auto y la besé con desesperación. Y fue con mis besos y con sus labios, con los que me sentencié. Fue con sus labios y sus caricias, con las que mi ruina iniciaron y fueron sus caderas, sus curvas, sus pechos y su pelo, su aliento y sus ojos, sus respiración y mi fascinación, con las que comencé una historia, un destino que desconocía.

Un camino hacia la muerte.

Manejé hacia mi departamento en la zona centro de la ciudad. Mientras manejaba, admiraba cada centímetro de su anatomía. Me distraía a cada segundo y solo mi subconsciente me indicaba que debía mirar la avenida atestada de autos. Manejé rápido. Llegué al estacionamiento del edificio y bajamos, corrimos tomados de la mano al elevador y cuando las puertas se cerraron, nos dimos besos apasionados  Nos tocamos, nos acariciamos. Ella pasaba sus manos tras mi cuello y sobre mi cabello. Yo jugaba entre sus nalgas y las apretaba, pasaba mis manos tras su espalda. Jalaba sus cabellos negros y besaba su cuello, ella quitaba los botones de mi camisa y cuando creí que nos desnudaríamos en el ascensor, las puertas se abrieron en el último piso del edificio y la puerta hacia mi departamento apareció frente a nosotros. 

Corrimos como dos niños traviesos hacia la puerta. Entramos como dos borrachos de pasión y saltamos del sofá de la sala, a la cama de mi alcoba. Ella me terminó de quitar la camisa, pero dejó la corbata. Desabrochó mi cinturón y jugo con el y conmigo.

- Ahora regreso...

Me susurró al oído y caminó hacia la puerta del baño que se conectaba a mi recamara. Esperé unos minutos y ella se presentó ante mi sin prenda alguna, a excepción de un par de mallas negras y un par de zapatillas de charol negro. Caminó, meneando, bailando lentamente. Su cabello negro sobre su piel blanca eran casi imposibles. Y cuando estuvo cerca, se arrojo a mis brazos y me beso con fuerza. Mordió mis labios y nuestras lenguas se juntaron, se tocaron e intercambiamos el aliento muchos minutos.

Ella desnuda y yo con ganas de no tener nada. 

Estaba muy excitado besando su cuerpo.  Era algo imposible. A esta mujer, a esta diosa griega, la había conocido hacía solo unas cuantas horas atrás y ahora, como si tuviera una vida de relación con ella, estaba besando su cuerpo desnudo en mi cama. Y yo, un mortal seducido por su eternidad, me dejé llevar y dominar por su poder. La hacía mía, en mi cama. 

Sus mayas negras me pedían a gritos que las quitara de su cuerpo. Con mis dientes fui destapando sus piernas. Sus zapatillas negras, eran un trofeo precioso. Ella suspiraba, entrecortado, y gemía cuando mis dedos la tocaban o mis labios la besaban aquí o allá.

Sus manos retiraron mi pantalón de mis caderas y ambos nos quedamos desnudos uno ante el otro. La besaba a cada rato. Unía mis labios con los de ellas y besaba sus pechos. Chupaba sus pezones hasta que el néctar dulce e invisible que emanaban, salía y explotaba en mi boca. Bajaba mi boca hasta su cintura y lamia su piel perfecta. Pasé mi lengua en su entrepierna, me perdí en ella hasta que el éxtasis la gobernaba y solo placer en ella reinaba. Y la penetraba.

La penetré por horas. Me olvide de mi trabajo, de mis deberes, de mis obligaciones ese lunes y me perdí en Perséfone, mi bella y maligna rosa venenosa.

Fue el día de mayor gloria en mi vida y el día en que mi partida, se veía venir. El día que Perséfone me convirtió en su esclavo y en su amante. Fue ese el día, el placer más grande que tuve, cuando vi a la muerte a los ojos y le hice el amor.

No hay comentarios:

Publicar un comentario