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miércoles, 6 de agosto de 2014

El baúl del suicidio.


Mi vista se nubla con la capa fina de polvo gris que flota en el aire.
Hay carbón ahogándose bajo mis pies. Aún quema, pero no logra chamuscar mi piel.
A mi alrededor hay paredes negras. Estoy en un pasillo infinito. Camino y camino y sigo caminando,
y no logro llegar al final.
Llevo una capa gris en los hombros y la capucha de un tamaño exagerado, cae sobre mi espalada y hombros con gracia y delicadeza. Perezosa.
Extiendo las manos en busca de algo a lo que aferrarme, pero no encuentro nada.
No hay nada a mi alrededor y me siento solo y abandonado.
Una luz blanca brilla sobre mi y alumbra mi cabeza con su resplandor plateado.
En mi camino tropiezo con curioso objetos redondos. Algunos son pateados por mis pies y otros se quiebran con el peso de mis pisadas. Crujen como hojas muy secas y nubes diminutas de polvo gris se levantan del suelo cuando las hacen explotar.
El polvo se une a la capa que inunda todo el ambiente y lo hacen cada vez un poco mas borroso.
Evito mirar hacia abajo pues en mi interior temo encontrarme con un vacío profundo y precipitar. Caer y caer en un eterno descenso y morir en los brazos de lo desconocido o vivir una vida en la incertidumbre, una vida de solo caer. Caer-caer-caer en un abismo sin fin.
Pero también temo no encontrar ese abismo y en su lugar, encontrar algo peor. Encontrarme con mis sospechas y darlas por sentado. Y ver a la muerte a los ojos y sentir su gélida mirada penetrar mi ser. Ver mi interior y sentirme seducido por su regalo de paz.
Pateo algo más. Esto no es redondo. Es largo y delgado, y un poco ligero, pues vuela lejos.
Otro parecido al que voló, se rompe y un singular y auténtico crac retumba en el infinito y su eco rebota en las paredes que me encierran.

Crac... crac... crac... crac.

La oscuridad lo envuelve todo. Es una constante que no piensa retirarse y en su constancia, se vuelve cada vez un poco más negra.
Hay saetas de fuego verde volando en extremos muy lejanos y parecen ser fantasmas, pues aparecen y desaparecen sin previo aviso. Como llegan así se van.
El entorno es frío y el carbón del suelo forma niebla. Y aunque su calor debería calentar todo el entorno, el carbón solo se limita a brillar tenue donde se halla y a quemar mis talones.
No estoy seguro de donde estoy. Si estoy vivo o estoy muerto. Si estoy en el cielo o estoy camino al infierno. O si esto es el limbo y me he perdido en mi viaje hacia uno de los dos destinos.
Otro crujido bajo mis pies: crac. Y me siento tentado a mirar hacia abajo y dejar mi incertidumbre de una vez por todas por un lado. Y de pronto siento saber que sucede.
De pronto todo se hace más claro. Se hace consciente mi alrededor, y me encuentro con lo que me ha estado reteniendo todo este tiempo:
Hay un techo de terciopelo verde esmeralda sobre mi y paredes de cuero de un rojo oscuro a mis lados.
Y bajo mis pies, veo lo que he estado pateando y pisando: un mar te cráneos y huesos blancos y viejos. Polvo y cenizas. Carbón que arde tenue en distintos lugares y llamas diminutas que queman los huesos y los vuelven polvo. Y una cordillera de muertos que me observan como si fuera comida deliciosa.
Sus ojos blancos me escrutan y me siento desnudo, aún con mi capa, ante aquellas miradas vacías.
Tengo deseos de correr. De irme lejos y no mirar más. De terminar este martirio que me esta volviendo loco ... y gritar.
Gritar que me liberen de este castigo. Terminar esta tortura y volverme parte de las estrellas.

Me agito y mis pies rompen los huesos, levantan el polvo y forman tormentas de cenizas. El carbón me corroe la planta de los pies y el dolor me hace consciente de que sigo vivo.
Pero, ¿seguir vivo sería la respuesta a este tormento?
Los muertos se ríen, ahí, en las montañas de penumbras que los guardan. Sus carnes putrefactas y sus risas guturales son burlas recias en mis oídos.
La luz sobre mi cabeza me guía hacía un lugar lejos, en la distancia y corro tras ella.
Va rápido y en un momento determinado, creo que no podré seguir tras ella.
Siento al mundo posarse sobre mis hombros y en un segundo de claridad y lucidez lunática, me siento como Atlas y veo al mundo entero caer sobre mi espalda y a mis brazos intentando sostenerlo en su lugar.
Soy una pluma ligera en medio de un huracán categoría 5. Una pluma frágil que se empieza a quemar con el fuego del averno.
Pero entonces vuelvo a ser preciso y a ser correcto y a ver sin filtros. El mundo que me aprisionaba se disuelve como una nube y el peso se evapora como agua y mis pies vuelven a correr tras la luz que me guiaba. Y corren. Corren rápido y sin titubear. Hacen caso omiso del dolor y de las quemaduras que ya han hecho sangrar mis talones.

La luz es mi salida a esta oscuridad eterna y voy tras ella como lo hacen las estrellas, que siguen constantes y sin titubear el manto negro de la noche oscura, donde pueden brillar y su luz se puede apreciar.
Hay risas en el aire y perfume de flores muertas. Rosas marchitas y secas se queman entre brazas azules y diamantes carbonados saltan de un volcán en miniatura. Y entonces, cuando el borde de este baúl parece terminar, una cortina de agua me rodea y caigo a un precipicio lleno de liquido helado y espeso. Me falta el aire, me oprime el agua y mis pulmones se paralizan.
No lucho con aquella sensación de descanso y paz. El ardor de las quemaduras en mis pies se ha ido, y mi miedo comienza a perecer en una nube blanca. Y mientras caigo lentamente al abismo helado de la incertidumbre, una mano brillante me jala y puedo ver mi cuerpo separado de mi alma, y puedo mirarme a los ojos mientras voy subiendo; y lo que en ellos veo, es descanso. Se cierran lentamente y se despiden de mi.

Y entonces, cuando ya no hay miedo ni soledad, ni dolor ni confusión, soy completamente pleno y el baúl de mi suicidio se cierra tras un azote por las fuerzas de mis sueños.

Vuelo hacia una galaxia en la distancia, tras dos soles y cinco lunas plateadas.

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